El periodismo, en su esencia más pura, no es un ejercicio de
complacencia. En una era definida por la polarización y la gratificación
instantánea, se confunde a menudo al periodista con el influencer, al crítico
con el opinólogo, y a los datos duros con una opinión. Es crucial, por ello,
recordar la función radical y estrictamente progresista de esta profesión.
De hecho, hacer periodismo para muchos, es casi por definición, un acto
de incomodar, pues el periodista es el que dice lo que se tiene que saber. Por
ello, el periodista genuino debe ser, ante todo, un faro de información
esencial. No tiene que ser un “sabelotodo”, pero mucho menos un ignorante en
materia de cultura general o ciencias naturales.
El periodista no se hace con un título o diploma, se hace con su
“talacha”, con su trabajo, con su trayectoria. Su deber primordial no es
susurrar a un público cautivo lo que desean escuchar, ni hacer eco de los
himnos del líder político o religioso de turno. Repito para que quede bien
claro, su misión ante todo, es decir lo que se tiene que saber, incluso si esa
revelación resulta punzante, molesta o profundamente inconveniente.
Un periodista real es intrínsecamente progresista porque sus bases de
pensamiento deben estar fundadas en el pensamiento crítico y en la evidencia.
Esto implica una obligación ineludible: Ser un promotor de la ciencia, la
cultura y de la razón.
El verdadero periodista no flirtea con la charlatanería. No da tribuna
imparcial a la pseudociencia, sino que la cuestiona, la expone y, si es
posible, la refuta con datos duros. Su trinchera no es la de la creencia, sino
la del conocimiento verificado. En la balanza de la verdad, el periodista no
puede sopesar la opinión de un científico o un especialista contra la de un charlatán
antivacunas, un anti-cambio climático, o un fascista anti-derechos humanos, como
si fuesen equivalentes; tiene el deber ético de señalar cuál camino conduce a
la luz y cuál a la oscuridad. Como dicen, si uno dice que llueve, su obligación
es abrir la ventana y verificarlo.
El periodismo real no debe dar lugar al conservadurismo dogmático, la
tiranía o el fascismo. De hecho, es su antítesis. Es el instrumento civil que
señala lo incorrecto cuando el poder se desboca. Enaltecer lo virtuoso, lo
valeroso y lo justo es inseparable de la tarea de desenmascarar al tirano, al
demagogo y al corrupto. Por eso los verdaderos periodistas, a lo largo de la
historia, han sido hostigados por los más corruptos: Líderes políticos,
empresarios, líderes religiosos y charlatanes.
Ser periodista es abrazar una postura ética y política, no partidista.
La postura de la libertad, la justicia y la democracia razonada. Quien se
alinea con las dictaduras, el fanatismo religioso o los dogmas inamovibles, ha
abdicado de su rol de vigilante de la voz del pueblo. Ha cambiado su pluma por
un cetro podrido o por un fajo de billetes.
La diferencia fundamental radica en el propósito. Quien solo repite
mensajes agradables, quien evita la crítica para mantener el rating o los patrocinios,
quien intercambia la verdad por vistas y popularidad, no es un periodista. Es,
simplemente, un mercader de la palabra; ahora les dicen influencers.
El influencer se vende por lo que es popular; el periodista ofrece lo
que es vital. El mercader busca el aplauso; el periodista debe estar preparado
para dar el discurso incómodo y, peor aún, para la represalia. Hay quienes
lloran por ser agredidos al grabar un hecho público, pues esa es la diferencia,
el periodista ya lleva en mente la idea de que puede ser agredido por hacer
eso, y está dispuesto a luchar para hacerlo público.
En última instancia, la única lealtad innegociable del periodista es con
la cruda realidad y con la ciudadanía que tiene el derecho a conocerla. Aceptar
menos que esto es traicionar el oficio. La incomodidad que provoca el
periodismo es la señal más clara de que la sociedad está siendo obligada a
pensar y, por lo tanto, a progresar.
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