En la historia de México, pocas páginas son tan dolorosas y, al mismo tiempo, tan inspiradoras como la de los maestros rurales que, en la década de 1930, dieron su vida por llevar la luz de la educación a los rincones más apartados del país.
En 1935, durante la llamada Segunda Guerra Cristera, un grupo de docentes fueron brutalmente asesinado por los guerrilleros (terroristas) cristeros, fanáticos religiosos que se oponían a la implementación de la educación laica impulsada por el gobierno. Hoy, al conmemorar su sacrificio, es imperativo reflexionar sobre su legado y la relevancia de su lucha en un México que aún enfrenta grandes retos en materia educativa.
La Guerra Cristera, de 1926 a 1929, y su segunda fase en la década de 1930, fueron episodios de profunda polarización. La Ley Calles, que buscaba limitar de alguna manera la poderosa influencia de la Iglesia católica, y los esfuerzos por instaurar una educación pública y laica, desataron una violenta reacción de los grupos católicos, particularmente en regiones como Jalisco, Puebla, Zacatecas y Michoacán.
Los maestros rurales, armados únicamente con libros, gis y un compromiso inquebrantable, se convirtieron en blanco de esta furia. Su delito fue enseñar ciencias naturales y a pensar críticamente a comunidades marginadas, desafiando el statu quo de ignorancia y control religioso.
Entre los mártires de la educación se encuentran nombres que resuenan como símbolos de valentía. María Rodríguez Murillo, en Huiscolco, Zacatecas, fue asesinada el 26 de octubre de 1935 tras ser torturada y mutilada por negarse a abandonar su escuela. En Teziutlán, Puebla, el 15 de noviembre del mismo año, Carlos Sayago Hernández, Carlos Pastrana Jiménez y Librado Labastida Navarrete fueron apuñalados frente a sus alumnos al grito de “¡Viva Cristo Rey!”. En Veracruz, Carlos Toledano fue quemado vivo en Tlapacoyan, y en Jalisco, las maestras Micaela y Enriqueta Palacios sufrieron graves vejaciones. Se estima que al menos 300 maestros fueron asesinados entre 1935 y 1939, muchos de ellos mutilados o “desorejados” como advertencia para quienes persistieran en su labor educativa.
Estos actos de barbarie no fueron aislados, sino parte de un patrón sistemático para sabotear la educación pública y laica.
Los cristeros, respaldados por sectores conservadores y, en algunos casos, por terratenientes y clérigos, veían en la escuela laica una amenaza a su hegemonía. Sin embargo, los maestros rurales no claudicaron. Su resistencia, aun a costa de su vida, sentó las bases para un sistema educativo que, pese a sus imperfecciones, ha sido pilar de la transformación social en México.
El 15 de mayo de 1935, el presidente Lázaro Cárdenas rindió homenaje a estos héroes caídos, instaurando un reconocimiento anual a ellos durante el Día del Maestro, pues estos docentes merecían un tributo público de reconocimiento y admiración por haber caído en el cumplimiento de su noble ministerio.
Sin embargo, con el paso del tiempo, esta memoria se ha desdibujado. La llegada al poder de gobiernos conservadores frenó iniciativas como la construcción de un monumento en Guadalajara para honrar a los mártires, y el culto a los cristeros ha sido promovido por grupos conservadores de odio, queriendo opacar el sacrificio de los educadores.
Hoy, al conmemorar a estos maestros, debemos preguntarnos ¿qué hemos aprendido de su legado? En un México donde la educación pública enfrenta recortes presupuestales, desigualdades regionales, ataques a su carácter laico, e intentos de censura educativa, su ejemplo nos debe hacer reflexionar. Los maestros rurales de 1935 nos enseñan que educar no es solo impartir conocimientos, sino un acto de resistencia contra el oscurantismo y la injusticia. Su sacrificio nos recuerda que la escuela es un espacio de emancipación, donde se forjan ciudadanos libres y críticos.
Es hora de revitalizar esta memoria. Iniciativas como el mural “En honor a los mártires de la educación” en la Sección 47 del SNTE en Guadalajara, creado por David Carmona en 2007, son un paso en la dirección correcta. Pero se necesita más, como incorporar su historia en los planes de estudio, erigir monumentos que perpetúen su legado y, sobre todo, garantizar que la educación pública y laica sea un derecho inalienable para todos los mexicanos.
En este 2025, al honrar a los maestros mártires, reafirmemos nuestro compromiso con una educación que transforme vidas y combata la ignorancia. Que su sacrificio no sea en vano, y que su ejemplo inspire a las nuevas generaciones a seguir luchando por un México más justo y educado. Porque, como ellos demostraron, enseñar es resistir, y educar es liberar.
Nuestro país necesita más "herejes" y "blasfemos" como ellos para formar auténticos hombres de bien, no mochos de doble moral.
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