Estamos siendo testigos de una de las paradojas más peligrosas de estos tiempos: El empoderamiento de los incultos. Cuando la incompetencia intelectual se vuelve el dogma sagrado a seguir y amenaza la libertad y la democracia mundial.
Las redes sociales, concebidas como plataformas para democratizar la información y el debate, se han convertido en un megáfono desproporcionado para una minoría ruidosa, autoproclamada como experta, que se parapeta tras una ignorancia militante. El problema no es la existencia de personas con creencias irracionales, siempre han existido.
La crisis actual radica en que estos grupos, que engloban desde los antivacunas que desprecian la ciencia médica, los terraplanistas que niegan siglos de física y astronomía, los anti-cambio climático que niegan cientos de estudios científicos verificados, pasando por conservadores de ultraderecha y racistas que buscan revivir dogmas excluyentes, y los fanáticos religiosos que desean imponer sus creencias por encima de los derechos humanos, han logrado alcanzar una visibilidad e influencia desmedida. Pero su incompetencia intelectual, lejos de ser un obstáculo, se ha transformado en su principal arma política.
El fenómeno del inculto empoderado se basa en una soberbia desmedida sustentada en una confianza desproporcionada en sus propias capacidades a pesar de su escaso conocimiento, conocido en psicología como el efecto Dunning-Kruger. Cuando estas personas se lanzan a las redes, su objetivo no es debatir o aprender, es imponer su ideología y destruir el consenso basado en hechos.
Se niegan a aceptar la evidencia científica, el rigor académico o la experiencia profesional, tildando a los auténticos expertos de "élites" o "conspiraciones". Para ellos, la opinión de un “influencer” en un video de YouTube tiene el mismo peso que décadas de investigación.
Grupos radicales como los “pro-vida” no solo expresan una evidente postura de doble “moral”, sino que buscan activamente coartar los derechos reproductivos y la autonomía corporal de millones de mujeres; para colmo, la mayoría de esos “pro-vida” son pro-armas de fuego porque les gusta el poder matar a otros seres vivos.
Los racistas y ultraconservadores, por su parte, promueven narrativas que socavan los derechos de las minorías, la igualdad de género y la libertad de expresión. Hoy Estados Unidos, Rusia e Israel son claros ejemplos de esta hipocresía ideológica.
Todos ellos utilizan la libertad que ofrece la democracia y el entorno digital para promover ideologías que, de triunfar, la anularían, imponiendo un modelo de vida restrictivo, homogéneo y basado en la intolerancia. Incluso hay grupos de “abogados religiosos” que se encargan de hostigar a otros si sus creencias son contrariadas por obras de arte, algo que va en contra de las libertades y derechos humanos, pues las personas merecen respeto, pero las creencias no, pues no se puede ofender lo que no existe, y sus creencias sólo son cosas imaginarias.
La repercusión de esta militancia en línea ya ha trascendido lo virtual. Hemos visto cómo la desinformación antivacunas ha puesto en riesgo la salud pública global, cómo las teorías conspirativas han polarizado elecciones y cómo la retórica de odio ha envalentonado a grupos extremistas radicales. Incluso hemos visto como subnormales festejan y celebran masacres cometidas por dictadores contra personas que luchaban por los derechos y libertades.
Las redes actúan como una caja de resonancia que amplifica el mensaje más emocional, simple y polarizador, a veces superando la difusión del mensaje integral y verificado. Este ecosistema de los necios incultos premia la certidumbre dogmática, y ataca a la duda razonable, alimentando una cultura donde el fanatismo se confunde con la “firmeza de principios”, como los “pro-familia tradicional” que todo su discurso lo basan en charlatanería contraria a la realidad verificable y a los derechos humanos.
Es crucial que la sociedad, las instituciones educativas y los medios de comunicación tomen una postura firme. No se trata de censurar la opinión de los ignorantes y charlatanes, sino de ponerlos en su lugar y defender la verdad basada en hechos verificables, defender la razón y los derechos humanos frente a una ola de ideologías que quieren confundir la fe ciega con el conocimiento, y que buscan activamente desmantelar las bases de una sociedad plural, laica y libre.
La democracia y el progreso social dependen de la capacidad de sus ciudadanos para distinguir entre un hecho verificado y una posverdad bien mercadeada. Es responsabilidad de los periodistas y de todos los comunicadores dejar de permitir que esa charlatanería siga avanzando en los medios de comunicación, porque terminará infectando las políticas y leyes del mundo.
Es hora de dejar de tolerar la tiranía de la ignorancia.
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