En una sociedad plural y multidiversa, la convivencia implica
reconocer y respetar los límites entre lo público y lo privado. Si vas a rezar
a un lugar que no es para rezar, el que está mal eres tú, y es peor si lo haces
para hostigar a los otros, y en ese caso, nadie tiene porque tolerar tu
hostigamiento.
Debemos reflexionar sobre la línea que separa a la manifestación
personal de la fe del acto de imponer creencias en espacios donde otros pueden
no compartirlas. El rezar, entendido como una práctica espiritual profundamente
personal, adquiere diferentes significados según el contexto en el que se desarrolle.
Cuando se elige un espacio destinado para la oración, la experiencia puede
adquirir una dimensión mística de intimidad y de respeto hacia uno mismo y para
a quienes comparten ese entorno.
Sin embargo, utilizar la oración en lugares no destinados a ello, especialmente
con el fin de llamar la atención o, peor aún, para hostigar, puede transformar
un acto de fe en una muestra de intolerancia. Recordemos casos que han ocurrido
en España, México y otros países en donde fanáticos religiosos se ponen a rezar
en vía pública para acosar a otros que no siguen su ideología.
La libertad de expresión y de culto son pilares fundamentales de
cualquier sociedad democrática. No obstante, esta libertad tiene límites cuando
su ejercicio afecta los derechos y el bienestar de otros. Si la oración se
convierte en una herramienta para interrumpir la paz pública o para imponer un
discurso que incomoda o perturba a quienes transitan un espacio, se traspasa la
línea entre el ejercicio personal y el hostigamiento deliberado.
En este contexto, no se trata de censurar la fe, sino de recordar que
la expresión religiosa, cuando se utiliza para imponer o atacar a otros, deja
de ser una manifestación de creencia y se transforma en una forma de agresión
hacia la convivencia pacífica.
Debemos de pensar mejor la manera en que ejercemos nuestros derechos
y libertades en el espacio público. La diversidad de creencias es una riqueza
que debe ser protegida y celebrada, pero también implica el compromiso de no
imponer nuestros valores sobre los demás.
Practicar la fe con devoción es un derecho inalienable, siempre y
cuando se haga en un marco de respeto mutuo. Por ello, se hace un llamado a la
empatía. Entender que cada ciudadano tiene el derecho de disfrutar de espacios
comunes sin ser objeto de actos que perturben su tranquilidad o les hagan
sentir invadidos.
La cuestión va más allá de dónde se reza; se trata de cómo se reza y
de la intención detrás de cada acción. En una sociedad que valora la libertad y
la diversidad, es esencial recordar que la verdadera expresión religiosa no se
impone, sino que se vive en armonía con el entorno y con el prójimo.
El respeto a los espacios y a la libertad de otros es, en definitiva,
el mejor reflejo de una fe madura y de una convivencia democrática.
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