La libertad de expresión es un pilar fundamental de cualquier sociedad democrática, pero no es un cheque en blanco. En los últimos años, hemos sido testigos de cómo las ideologías de odio, disfrazadas de “opiniones legítimas”, han ganado terreno en plataformas públicas, redes sociales y discursos políticos.
Estas ideologías no son meras palabras; son combustible para la violencia, la división y la destrucción. Los promotores de estas ideas saben exactamente el daño que causan, y es hora de que enfrenten las consecuencias de sus acciones.
El argumento de que el odio es simplemente una forma de pensar protegida por la libertad de expresión no resiste un análisis serio. La libertad de expresión existe para fomentar el debate, el intercambio de ideas y el progreso colectivo, no para justificar la incitación al odio, la discriminación o la violencia.
Cuando un discurso promueve el desprecio hacia grupos por su “raza”, nacionalidad, orientación sexual, filosofía o cualquier otra característica, cruza una línea clara, deja de ser una opinión y se convierte en una herramienta de daño deliberado.
Este tipo de retórica ha estado detrás de tragedias históricas y contemporáneas, desde genocidios hasta tiroteos masivos, y sus promotores no pueden seguir actuando con impunidad. Quienes difunden ideologías de odio saben que sus palabras tienen poder. No son ingenuos; su intención es polarizar, deshumanizar y, en muchos casos, incitar a la acción violenta. Lo hemos visto en los discursos que precedieron a masacres, en los manifiestos de extremistas y en los mensajes que circulan en foros oscuros de internet.
Lo absurdo del caso es que incluso hay quienes presumen de ser “abogados religiosos”, pero defienden y promueven ideologías de odio, y lo que buscan es coartar derechos humanos, al grado de querer incluso querer censurar la libertad de expresión de todos los que no se cuadren a sus ideologías.
Estos y otros “influencers” no solo son conscientes del impacto de sus palabras, sino que lo buscan intencionalmente. Por ello, es imperativo que la sociedad y los sistemas legales establezcan consecuencias claras para quienes promueven el odio. Esto no significa censurar ideas incómodas o limitar el debate legítimo, sino responsabilizar a quienes, con plena conciencia, siembran semillas de violencia y destrucción.
La solución no es simple, pero debe ser contundente. Las leyes deben evolucionar para distinguir entre la libertad de expresión y la promoción deliberada del odio, imponiendo sanciones proporcionales que disuadan estas conductas.
Las plataformas digitales, por su parte, deben asumir un rol más activo en la moderación de contenidos, no como censores, sino como guardianes de un espacio donde el discurso no derive en daño. Y la sociedad, en su conjunto, debe rechazar la normalización del odio, condenando a quienes lo promueven en lugar de darles un altavoz.
Permitir que las ideologías de odio se propaguen sin consecuencias es una traición a los valores de convivencia y justicia. No podemos seguir tolerando que quienes siembran división y violencia se escuden en la libertad de expresión mientras sus palabras causan sufrimiento y muerte. Es hora de que paguen un precio por el daño que causan. Solo así podremos construir una sociedad donde la libertad sea verdaderamente un derecho para todos, y no una excusa para la destrucción.
Ahí se las dejo de tarea.