17 junio 2025

La evolución intelectual: De conservador a progresista

 


La evolución del pensamiento humano es un fenómeno fascinante, el viaje a menudo comienza en la comodidad de lo conocido y, con el tiempo, puede desembocar en la apertura hacia nuevas ideas. Es común observar cómo muchas personas, especialmente en su juventud, abrazan posturas conservadoras, ancladas en la tradición, la estabilidad y la seguridad de lo establecido.

Sin embargo, con la madurez, la experiencia y el acceso a nueva información, muchos individuos transita a posturas más progresistas, marcadas por la flexibilidad, la empatía y la disposición al cambio. Este proceso no es universal, pero su creciente recurrencia nos pone a pensar sobre la naturaleza del crecimiento intelectual.

En las primeras etapas de la vida, el conservadurismo puede parecer un refugio natural. Las ideas tradicionales, respaldadas por estructuras sociales, familiares o religiosas, ofrecen un marco claro para interpretar el mundo. En un entorno donde la incertidumbre abunda, las respuestas predecibles y las normas establecidas proporcionan seguridad. No es raro que un joven, criado en un contexto donde los valores conservadores predominan, adopte estas ideas sin cuestionarlas. La tradición, en este sentido, actúa como un ancla, una guía que simplifica la complejidad de un mundo en constante cambio.

Sin embargo, la madurez intelectual, alimentada por la educación, el diálogo y la exposición a perspectivas diversas, tiende a desafiar estas posturas iniciales. A medida que las personas se enfrentan a nuevas experiencias (viajes, lecturas, encuentros con personas de diferentes orígenes) los muros del pensamiento rígido comienzan a resquebrajarse. La empatía, esa capacidad de ponerse en los zapatos del otro, se convierte en un motor de cambio.

Por ejemplo, alguien que inicialmente se opuso al matrimonio igualitario por motivos tradicionales podría, al conocer las historias y luchas de las personas LGBT, replantearse sus creencias y abogar por la igualdad. Este proceso no implica una traición a los valores iniciales, sino una expansión de la comprensión del mundo. Personalmente, yo era católico conservador, homofóbico por adoctrinamiento y anti-aborto, hoy se a ciencia cierta que todo eso es charlatanería y supersticiones.

La ciencia también respalda esta evolución. Estudios en psicología, como los realizados por el psicólogo Jonathan Haidt, sugieren que las personas con mayor exposición a diversas perspectivas tienden a desarrollar una moralidad más inclusiva y menos dogmática. Asimismo, el neurocientífico Robert Sapolsky ha destacado cómo el cerebro humano, especialmente en la adultez, se vuelve más hábil para integrar información compleja y cuestionar supuestos previos. Este fenómeno no significa que todos los conservadores se conviertan en progresistas, pero sí que el pensamiento rígido, sea cual sea su origen, tiende a ceder ante la acumulación de experiencias y conocimientos.

Cambiar de perspectiva puede generar conflictos internos y externos, especialmente en entornos donde las ideas conservadoras son la norma. La resistencia al cambio es una reacción natural, pues cuestionar creencias arraigadas implica enfrentar la incomodidad de la duda. Sin embargo, es precisamente en esa incomodidad donde reside el crecimiento. El filósofo John Stuart Mill argumentaba que “la verdad solo emerge del choque de ideas opuestas”, y este principio se aplica al viaje intelectual de muchos. Las convicciones iniciales, al ser desafiadas, no siempre se derrumban, pero a menudo se transforman.

Hay quienes, tras un periodo de apertura, regresan a posturas más conservadoras, buscando “estabilidad” en tiempos de incertidumbre. Otros permanecen anclados en sus ideas iniciales, resistiendo el cambio por temor a lo nuevo. Sin embargo, la tendencia hacia el progresismo en aquellos que evolucionan intelectualmente refleja un deseo de construir un mundo más inclusivo, equitativo y adaptado a las realidades contemporáneas.

En última instancia, la evolución intelectual no se trata de adoptar una etiqueta política, sino de cultivar una mente abierta, capaz de cuestionar, aprender y adaptarse. En un mundo cada vez más complejo, esta flexibilidad no solo es deseable, sino necesaria. Como sociedad, debemos celebrar a quienes se atreven a recorrer este camino, pues en su transformación radica la esperanza de un futuro más comprensivo y justo. La evolución del pensamiento no es un destino, sino un proceso continuo, un recordatorio de que la madurez intelectual es, ante todo, un acto de valentía.

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13 junio 2025

Una conquista del intelecto humano: El ateísmo



En un mundo donde las creencias han moldeado civilizaciones, culturas y conflictos, el ateísmo emerge como una de las grandes conquistas del intelecto humano. No es una moda pasajera ni un acto de rebeldía superficial, sino una postura profundamente racional que abraza la realidad en sus últimas consecuencias.

El ateísmo, lejos de ser un vacío espiritual, representa un compromiso inquebrantable con la verdad, la naturaleza y la vida misma, erigiéndose como un baluarte contra el fanatismo, la superstición y la ignorancia.

El ateísmo no niega por capricho; cuestiona por necesidad. Es el producto de siglos de pensamiento crítico, de la valentía de figuras como Spinoza, Voltaire o Russell, quienes se atrevieron a desafiar dogmas arraigados en nombre de la razón.

En su esencia, el ateísmo no es la ausencia de creencia, sino la presencia de una confianza absoluta en la capacidad humana para comprender el universo a través de la observación, la ciencia y el análisis. Es la aceptación de que la realidad, con toda su complejidad y misterio, no requiere de narrativas sobrenaturales para ser significativa.

Esta postura no implica desdén hacia quienes encuentran sentido en la religión. Sin embargo, el ateísmo nos invita a mirar de frente la naturaleza tal como es, un sistema vasto, indiferente pero fascinante, regido por leyes que podemos descubrir y entender. Es un canto a la vida en su forma más pura, sin adornos ni promesas mitológicas de trascendencia, pero con una belleza que radica en su finitud y en nuestra capacidad de darle significado.

Frente al fanatismo, que ciega y divide, el ateísmo promueve la humildad intelectual; es el aceptar que no lo sabemos todo, pero que podemos aprender. Frente a la superstición, que teme lo desconocido, el ateísmo ofrece el coraje de explorar. Y frente a la ignorancia, que se aferra a respuestas fáciles, el ateísmo defiende la búsqueda incansable de la verdad, aunque esta sea incómoda o desafiante.

En un mundo que aún lidia con conflictos alimentados por dogmas, el ateísmo no es solo una conquista intelectual, sino un acto de responsabilidad. Es un recordatorio de que la humanidad puede avanzar cuando confía en su capacidad de razonar, de dudar y de maravillarse ante la realidad sin necesidad de mitos.

En última instancia, el ateísmo no es el fin de la espiritualidad, sino su reinvención. Es un auténtico “misticismo” o una “espiritualidad” anclada en la vida, la naturaleza y la verdad, donde la razón prevalece como la luz que disipa las sombras del pasado.

Hoy, más que nunca, celebrar el ateísmo es celebrar el potencial del intelecto humano para trascender sus propios límites, no hacia lo “divino”, sino hacia lo profundamente humano. Es, en definitiva, un triunfo de la razón sobre el miedo, un paso audaz hacia un futuro donde la verdad sea nuestro guía y la vida, nuestro propósito.

Que todos tengan una desmitificante noche.

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04 junio 2025

Tus creencias déjalas para ti

 


La pregunta sobre la existencia de dios es una de las más antiguas y profundas que la humanidad ha planteado. Esta idea depende en gran medida de las creencias personales, la filosofía, la religión y la forma en que cada uno interpreta el mundo.

Desde un punto de vista teológico, muchas religiones afirman la existencia de uno o más dioses basándose en textos sagrados, tradiciones y presuntas experiencias espirituales. Por ejemplo, el cristianismo, el islam y el judaísmo creen en un dios único y omnipotente, mientras que otras tradiciones, como el hinduismo, hablan de múltiples deidades.

Desde una perspectiva científica, no hay evidencia empírica verificable que pruebe la existencia de algún dios, ya que la ciencia se enfoca en fenómenos observables y medibles; y un dios, por definición, suele considerarse trascendental o “fuera del alcance de la experimentación”.

¿Qué te dice tu experiencia, tu razón o tu intuición? ¿Qué piensas? Demostrar que dios “existe” como los religiosos afirman es demasiado complejo, nunca nadie lo la podido hacer porque estamos lidiando con una idea que, por naturaleza, escapa a los métodos de verificación directa que usamos en la ciencia o la lógica real.

Sin embargo, hay argumentos filosóficos y racionales que algunas personas han usado para cuestionar y refutar la existencia de dios.

Un enfoque común es señalar que no hay pruebas concretas ni observables de la existencia de dios. Si dios interactuara con el mundo de manera detectable, podríamos esperar fenómenos medibles, pero como todos sabemos, no los hay. Por ejemplo, el filósofo Bertrand Russell usó la analogía de la "tetera celestial": Si alguien dice que hay una tetera orbitando el Sol, pero no podemos verla ni detectarla, la carga de la prueba recae en quien afirma su existencia, no en quien la niega.

El argumento clásico del “El problema del mal” también sirve para negarlo. Si dios es omnipotente, omnisciente y benevolente, ¿por qué existe el sufrimiento y el mal en el mundo? Epicuro planteó esta idea hace siglos: Si dios puede evitar el mal y no lo hace, no es benevolente; si quiere y no puede, no es omnipotente. Para algunos, esto sugiere que un dios con esas características no puede existir, o simplemente no es un dios.

Además tiene incoherencias lógicas, algunas definiciones de dios, como un ser perfecto y omnipotente, pueden llevar a paradojas. Por ejemplo, la paradoja de la piedra: ¿Puede Dios crear una piedra tan pesada que no pueda levantarla? Si sí, no es omnipotente porque no puede levantarla; si no, no es omnipotente porque no puede crearla. Esto cuestiona si el concepto mismo de dios es lógicamente consistente.

Muchos fenómenos que antes se atribuían a dios, como los relámpagos o la creación del universo, ahora tienen explicaciones plenamente científicas, como la evolución o el Big Bang. Algunos argumentan que, conforme avanza el conocimiento, el espacio para dios se reduce, sugiriendo que es una hipótesis innecesaria, esto se conoce como el "dios de los huecos".

Hay miles de religiones con dioses distintos y contradictorios entre sí. Si solo una fuera cierta, las demás serían falsas, pero todas carecen de evidencia real que las distinga. Esto lleva a muchos, y cada vez más, a deducir que los dioses son creaciones humanas, reflejos de culturas y no realidades objetivas.

Estos argumentos demuestran que dios no existe de forma absoluta. Hipotéticamente la idea de dios solía estar “más allá de lo falsable”, es decir, no se podía probar ni negar con certeza, pero como hoy ya sabemos, sí es refutable. Quienes creen en dios podrían responder con “argumentos” como la fe, “experiencias personales” o la idea de que dios “trasciende” la lógica humana.

Pero si algo nos ha enseñado la historia, es que si una “verdad” necesita ser creida para ser “verdad”, entonces esa verdad en realidad es una mentira. Tus creencias déjalas para ti y tus adentros, deja que los demás vivan su vida como ellos quieran, sin tu dios. Tus creencias no te hacen mejor que los demás, pero te vuelven perverso y maligno si quieres que todos se sometan a ellas.

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28 mayo 2025

Tu odio no es libertad de expresión



La libertad de expresión es un pilar fundamental de cualquier sociedad democrática, pero no es un cheque en blanco. En los últimos años, hemos sido testigos de cómo las ideologías de odio, disfrazadas de “opiniones legítimas”, han ganado terreno en plataformas públicas, redes sociales y discursos políticos.

Estas ideologías no son meras palabras; son combustible para la violencia, la división y la destrucción. Los promotores de estas ideas saben exactamente el daño que causan, y es hora de que enfrenten las consecuencias de sus acciones.

El argumento de que el odio es simplemente una forma de pensar protegida por la libertad de expresión no resiste un análisis serio. La libertad de expresión existe para fomentar el debate, el intercambio de ideas y el progreso colectivo, no para justificar la incitación al odio, la discriminación o la violencia.

Cuando un discurso promueve el desprecio hacia grupos por su “raza”, nacionalidad, orientación sexual, filosofía o cualquier otra característica, cruza una línea clara, deja de ser una opinión y se convierte en una herramienta de daño deliberado.

Este tipo de retórica ha estado detrás de tragedias históricas y contemporáneas, desde genocidios hasta tiroteos masivos, y sus promotores no pueden seguir actuando con impunidad. Quienes difunden ideologías de odio saben que sus palabras tienen poder. No son ingenuos; su intención es polarizar, deshumanizar y, en muchos casos, incitar a la acción violenta. Lo hemos visto en los discursos que precedieron a masacres, en los manifiestos de extremistas y en los mensajes que circulan en foros oscuros de internet.

Lo absurdo del caso es que incluso hay quienes presumen de ser “abogados religiosos”, pero defienden y promueven ideologías de odio, y lo que buscan es coartar derechos humanos, al grado de querer incluso querer censurar la libertad de expresión de todos los que no se cuadren a sus ideologías.

Estos y otros “influencers” no solo son conscientes del impacto de sus palabras, sino que lo buscan intencionalmente. Por ello, es imperativo que la sociedad y los sistemas legales establezcan consecuencias claras para quienes promueven el odio. Esto no significa censurar ideas incómodas o limitar el debate legítimo, sino responsabilizar a quienes, con plena conciencia, siembran semillas de violencia y destrucción.

La solución no es simple, pero debe ser contundente. Las leyes deben evolucionar para distinguir entre la libertad de expresión y la promoción deliberada del odio, imponiendo sanciones proporcionales que disuadan estas conductas.

Las plataformas digitales, por su parte, deben asumir un rol más activo en la moderación de contenidos, no como censores, sino como guardianes de un espacio donde el discurso no derive en daño. Y la sociedad, en su conjunto, debe rechazar la normalización del odio, condenando a quienes lo promueven en lugar de darles un altavoz.

Permitir que las ideologías de odio se propaguen sin consecuencias es una traición a los valores de convivencia y justicia. No podemos seguir tolerando que quienes siembran división y violencia se escuden en la libertad de expresión mientras sus palabras causan sufrimiento y muerte. Es hora de que paguen un precio por el daño que causan. Solo así podremos construir una sociedad donde la libertad sea verdaderamente un derecho para todos, y no una excusa para la destrucción.

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27 mayo 2025

Jesús Cristo sería socialista



En un mundo marcado por la polarización ideológica, el consumismo desenfrenado y las desigualdades sociales, surge una pregunta: si Jesús Cristo viviera en nuestra era, ¿se alinearía con el socialismo? Un análisis de sus enseñanzas, tal como se registran en los Evangelios, y los principios del socialismo moderno revela sorprendentes puntos de convergencia.

Las palabras y acciones de Jesús, según los textos bíblicos, reflejan un compromiso inquebrantable con los marginados, los pobres y los oprimidos. En Lucas 4:18, Jesús proclama que su misión es "anunciar buenas nuevas a los pobres" y "liberar a los oprimidos". Sus parábolas, como la del Buen Samaritano, enfatizan la responsabilidad colectiva de cuidar al prójimo, sin distinciones de clase, etnia o credo. En Mateo 19:21, exhorta a un joven rico a vender sus posesiones y darlas a los pobres, un llamado radical que desafía la acumulación de riqueza en un sistema capitalista que perpetúa la desigualdad.

Jesús también criticaba a las élites económicas y religiosas de su tiempo. En Marcos 10:25, afirma que "es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de Dios". Esta condena a la riqueza excesiva resuena como la crítica socialista a la concentración de capital, que genera brechas sociales insalvables. Además, su defensa de los trabajadores y su rechazo a las jerarquías opresivas, como lo señala en Mateo 23:12 “Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”, reflejan una visión igualitaria que podría interpretarse como precursora de las ideas socialistas.

Algunos pontífices católicos sí comprendieron esto, como el Papa Pablo VI quien señaló que "La propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad, cuando a los demás les falta lo necesario".

El socialismo, en su esencia, aboga por la propiedad colectiva de los medios de producción, la redistribución equitativa de los recursos y la prioridad del bienestar común sobre el lucro individual. Movimientos socialistas contemporáneos han enfatizado la justicia social y la lucha contra la explotación, ideas que, en la superficie, parecen alinearse con las enseñanzas de Jesús.

Por ejemplo, la práctica de las primeras comunidades cristianas, descrita en Hechos 2:44-45, donde los creyentes "tenían todo en común" y "repartían según la necesidad de cada uno", evoca una forma de organización que no dista mucho de los ideales socialistas.

En el contexto actual, un Jesús del siglo XXI condenaría el capitalismo salvaje que permite que el 1% de la población global acumule la mayoría de la riqueza. Podría criticar la especulación financiera, el cambio climático impulsado por el lucro corporativo y la precariedad laboral, alineándose con movimientos que demandan salarios justos, acceso universal a la salud y la educación, y la protección del medio ambiente como un bien común.

Jesús nunca abogó por la lucha de clases en el sentido socialista, pero sí criticó a los ricos, también llamó a todos, pobres y ricos, a la conversión y al amor mutuo. Su mensaje de no violencia ("poner la otra mejilla", Mateo 5:39) contrasta con las confrontaciones violentas que han marcado algunos movimientos nacionalistas conservadores de ultraderecha. En este sentido, un Jesús contemporáneo podría sentirse más cómodo con corrientes socialistas democráticas, como las defendidas por figuras como José Mujica o los movimientos de economía solidaria, que enfatizan la justicia social sin recurrir al conflicto de clases.

Imaginemos a Jesús en el 2025, caminando por las calles de una metrópoli global. Probablemente estaría conviviendo con los sin techo, los migrantes, la comunidad LGBT y los trabajadores pobres. Podría usar las redes sociales para denunciar la avaricia de las corporaciones o el abandono de los vulnerables, como lo hizo con los fariseos de su tiempo. Su mensaje resonaría con los movimientos que luchan por la justicia climática, la equidad de género y el fin de la explotación laboral, todos valores que el auténtico socialismo moderno abraza.

Jesús no encajaría del todo en nuestro mundo, pues su ideología lo llevaría a cuestionar tanto el dogmatismo de algunos conservadores autoritarios como la codicia del capitalismo desenfrenado. Sería un crítico de cualquier sistema que anteponga el poder o el lucro al ser humano.

Si Jesús viviera hoy sería un filósofo socialista humanista, pues su mensaje de amor, justicia y solidaridad encontraría eco en muchos principios socialistas. Su énfasis en los pobres, la comunidad y el rechazo a la acumulación egoísta lo acercaría a movimientos que buscan un mundo más equitativo. Su enfoque espiritual y su rechazo a la violencia lo harían una figura única, capaz de desafiar a la ultraderecha. En un mundo dividido, Jesús nos recordaría que la verdadera revolución comienza en el corazón, un mensaje que trasciende cualquier etiqueta ideológica.

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23 mayo 2025

La Agenda 2030 puede salvar a la humanidad



En un mundo donde la crisis climática, la desigualdad social y la pérdida de biodiversidad amenazan la supervivencia de nuestra especie, la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, adoptada por los 193 países de las Naciones Unidas en septiembre de 2015, emerge como un plan audaz para evitar el colapso de la civilización.

Sus 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y 169 metas específicas buscan abordar los desafíos más apremiantes de la humanidad, desde la erradicación de la pobreza hasta la protección del medio ambiente.

¿Puede este ambicioso marco global realmente salvarnos de la extinción? Aunque la Agenda 2030 no es una panacea, representa una de las mejores oportunidades para redirigir el rumbo de la humanidad hacia un mejor futuro para todos.

El riesgo de extinción humana no es un mito. Según el Informe de Evaluación Global de la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES, 2019), hasta un millón de especies están en peligro de extinción debido a la actividad humana, lo que pone en jaque los servicios ecosistémicos esenciales, como la polinización o la regulación climática, de los que dependemos.

El Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC, 2022) advierte que, sin medidas urgentes, el calentamiento global podría superar los 1.5 °C para 2030, desencadenando eventos climáticos extremos que afectarían a millones de personas.

Además, el concepto de "deuda de extinción" descrito por el paleontólogo Henry Gee en Scientific American, en 2021, sugiere que la humanidad, al dominar y degradar los hábitats globales, podría estar al borde de un colapso poblacional inevitable.

Factores como la sobreexplotación de recursos agravan esta crisis. Estos datos pintan un panorama sombrío, pues sin intervención coordinada, la humanidad podría enfrentar un declive catastrófico.

La Agenda 2030 se presenta como una respuesta integral a estas amenazas. Sus objetivos abarcan tres dimensiones del desarrollo sostenible: Lo económico, lo social y lo ambiental. Por ejemplo, el ODS 1 “Fin de la Pobreza” y el ODS 2 “Hambre Cero” buscan erradicar la pobreza extrema y garantizar la seguridad alimentaria para 2030, abordando las desigualdades que alimentan la inestabilidad social. El ODS 13 “Acción por el Clima” promueve medidas para limitar el calentamiento global, mientras que el ODS 15 “Vida de Ecosistemas Terrestres” impulsa la conservación de la biodiversidad.

La Agenda también apuesta por la universalidad y la inclusión. Los ODS aplican a todas las naciones, reconociendo que los desafíos como el cambio climático y la desigualdad no respetan fronteras. El principio de "no dejar a nadie atrás" prioriza a los más vulnerables, como los 80% de las personas con discapacidad que viven en pobreza (ONU, 2023).

Pero la Agenda 2030 enfrenta obstáculos significativos, entre ellos los charlatanes conservadores oscurantistas. Muchos de ellos afirman que la Agenda busca imponer políticas antireligiosas o que van en contra de los “valores tradicionales”, pero todo eso es vil charlatanería, ellos buscan mantener sistemas de ideologías corruptas por intereses de poder político y económico, no tiene nada que ver con valores morales, algo de lo que ellos carecen totalmente.

Lamentablemente los informes del progreso de los ODS han revelado que solo un 15% de las metas están en camino de cumplirse para 2030, y fenómenos como la pandemia de COVID-19 han revertido avances en pobreza y salud.

Además, algunos señalan que su implementación carece de un enfoque suficientemente integrado por algunas políticas conservadoras que contradicen los principios de derechos humanos de la Agenda, como leyes que restringen los derechos de las mujeres o minorías.

A pesar de sus limitaciones, la Agenda 2030 ofrece un marco sin precedentes para abordar las amenazas existenciales. Su enfoque basado en la ciencia y los derechos humanos, reconoce la interdependencia entre el bienestar humano y la salud del planeta.

Por ejemplo, un estudio en Nature Climate Change del 2021 demuestra que combinar políticas climáticas ambiciosas con medidas de redistribución de ingresos y acceso a energía limpia puede acelerar el progreso. Además, iniciativas como el Global Deal for Nature, que aboga por proteger el 30% de los océanos y tierras para 2030 (The Guardian, 2020), muestran cómo los ODS pueden alinearse con esfuerzos para frenar la sexta extinción masiva.

Lamentablemente la Agenda 2030 no garantiza del todo la salvación de la humanidad, pero sí proporciona una hoja de ruta para mitigar los riesgos más graves. Su éxito dependerá de la voluntad política, la inversión masiva y la participación de todos los sectores: gobiernos, empresas, academia y sociedad civil.

Como afirmó Paula Caballero (Scientific American, 2023), exdiplomática clave en la creación de los ODS, "2030 no es un fin, sino un hito". Si actuamos con urgencia, la Agenda 2030 podría ser el punto de inflexión que evite el colapso y asegure un futuro donde la humanidad prospere en armonía con el planeta.

En última instancia, la pregunta no es si la Agenda 2030 puede salvarnos, sino si estamos dispuestos a comprometernos con ella. El reloj avanza, y la elección está en nuestras manos.

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15 mayo 2025

El sacrificio de los maestros mexicanos

 


En la historia de México, pocas páginas son tan dolorosas y, al mismo tiempo, tan inspiradoras como la de los maestros rurales que, en la década de 1930, dieron su vida por llevar la luz de la educación a los rincones más apartados del país.

En 1935, durante la llamada Segunda Guerra Cristera, un grupo de docentes fueron brutalmente asesinado por los guerrilleros (terroristas) cristeros, fanáticos religiosos que se oponían a la implementación de la educación laica impulsada por el gobierno. Hoy, al conmemorar su sacrificio, es imperativo reflexionar sobre su legado y la relevancia de su lucha en un México que aún enfrenta grandes retos en materia educativa.

La Guerra Cristera, de 1926 a 1929, y su segunda fase en la década de 1930, fueron episodios de profunda polarización. La Ley Calles, que buscaba limitar de alguna manera la poderosa influencia de la Iglesia católica, y los esfuerzos por instaurar una educación pública y laica, desataron una violenta reacción de los grupos católicos, particularmente en regiones como Jalisco, Puebla, Zacatecas y Michoacán.

Los maestros rurales, armados únicamente con libros, gis y un compromiso inquebrantable, se convirtieron en blanco de esta furia. Su delito fue enseñar ciencias naturales y a pensar críticamente a comunidades marginadas, desafiando el statu quo de ignorancia y control religioso.

Entre los mártires de la educación se encuentran nombres que resuenan como símbolos de valentía. María Rodríguez Murillo, en Huiscolco, Zacatecas, fue asesinada el 26 de octubre de 1935 tras ser torturada y mutilada por negarse a abandonar su escuela. En Teziutlán, Puebla, el 15 de noviembre del mismo año, Carlos Sayago Hernández, Carlos Pastrana Jiménez y Librado Labastida Navarrete fueron apuñalados frente a sus alumnos al grito de “¡Viva Cristo Rey!”. En Veracruz, Carlos Toledano fue quemado vivo en Tlapacoyan, y en Jalisco, las maestras Micaela y Enriqueta Palacios sufrieron graves vejaciones. Se estima que al menos 300 maestros fueron asesinados entre 1935 y 1939, muchos de ellos mutilados o “desorejados” como advertencia para quienes persistieran en su labor educativa.

Estos actos de barbarie no fueron aislados, sino parte de un patrón sistemático para sabotear la educación pública y laica.

Los cristeros, respaldados por sectores conservadores y, en algunos casos, por terratenientes y clérigos, veían en la escuela laica una amenaza a su hegemonía. Sin embargo, los maestros rurales no claudicaron. Su resistencia, aun a costa de su vida, sentó las bases para un sistema educativo que, pese a sus imperfecciones, ha sido pilar de la transformación social en México.

El 15 de mayo de 1935, el presidente Lázaro Cárdenas rindió homenaje a estos héroes caídos, instaurando un reconocimiento anual a ellos durante el Día del Maestro, pues estos docentes merecían un tributo público de reconocimiento y admiración por haber caído en el cumplimiento de su noble ministerio.

Sin embargo, con el paso del tiempo, esta memoria se ha desdibujado. La llegada al poder de gobiernos conservadores frenó iniciativas como la construcción de un monumento en Guadalajara para honrar a los mártires, y el culto a los cristeros ha sido promovido por grupos conservadores de odio, queriendo opacar el sacrificio de los educadores.

Hoy, al conmemorar a estos maestros, debemos preguntarnos ¿qué hemos aprendido de su legado? En un México donde la educación pública enfrenta recortes presupuestales, desigualdades regionales, ataques a su carácter laico, e intentos de censura educativa, su ejemplo nos debe hacer reflexionar. Los maestros rurales de 1935 nos enseñan que educar no es solo impartir conocimientos, sino un acto de resistencia contra el oscurantismo y la injusticia. Su sacrificio nos recuerda que la escuela es un espacio de emancipación, donde se forjan ciudadanos libres y críticos.

Es hora de revitalizar esta memoria. Iniciativas como el mural “En honor a los mártires de la educación” en la Sección 47 del SNTE en Guadalajara, creado por David Carmona en 2007, son un paso en la dirección correcta. Pero se necesita más, como incorporar su historia en los planes de estudio, erigir monumentos que perpetúen su legado y, sobre todo, garantizar que la educación pública y laica sea un derecho inalienable para todos los mexicanos.

En este 2025, al honrar a los maestros mártires, reafirmemos nuestro compromiso con una educación que transforme vidas y combata la ignorancia. Que su sacrificio no sea en vano, y que su ejemplo inspire a las nuevas generaciones a seguir luchando por un México más justo y educado. Porque, como ellos demostraron, enseñar es resistir, y educar es liberar.

Nuestro país necesita más "herejes" y "blasfemos" como ellos para formar auténticos hombres de bien, no mochos de doble moral.

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06 mayo 2025

La blasfemia es un derecho humano



En un mundo donde las ideas compiten y las creencias se entrelazan, el derecho a la blasfemia emerge como un pilar fundamental de la libertad de expresión.

Lejos de ser un acto meramente provocador, la blasfemia —entendida como la expresión que cuestiona, critica o incluso ofende dogmas religiosos— es un derecho humano que merece ser defendido con vehemencia en la sociedad moderna. Su importancia es tal que, desde 2009, cada 30 de septiembre se conmemora el Día Internacional del Derecho a la Blasfemia, una fecha que nos invita a reflexionar sobre por qué proteger esta libertad es crucial para el progreso, la diversidad y la convivencia.

El derecho a la blasfemia está intrínsecamente ligado al artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que consagra la libertad de expresión. Cuestionar lo sagrado no es solo un acto de rebeldía; es una herramienta para desafiar estructuras de poder que, a lo largo de la historia, han utilizado la religión para silenciar, controlar y oprimir.

Desde las caricaturas de Mahoma publicadas por Charlie Hebdo hasta las pinturas de la exposición “La Segunda Venida del Señor” del artista Fabián Cháirez, la blasfemia permite exponer contradicciones, fomentar el debate y desmantelar tabúes que perpetúan la intolerancia.

En sociedades democráticas, el derecho a ofender, incluso a lo “divino”, es un indicador de salud cívica. Donde la blasfemia está penalizada, como en países con leyes contra la apostasía o la difamación religiosa (por ejemplo, Pakistán o Arabia Saudita), las minorías, los disidentes y los librepensadores enfrentan persecución, prisión o incluso la muerte. Según Amnistía Internacional, en 2023, al menos 40 países mantenían leyes que castigan la blasfemia, restringiendo no solo la libertad de expresión, sino también la de religión, al imponer una narrativa oficial sobre lo que es "sagrado".

El Día Internacional del Derecho a la Blasfemia, impulsado por organizaciones como el Center for Inquiry, no celebra la ofensa por la ofensa misma, sino la valentía de quienes se atreven a cuestionar lo incuestionable. Esta fecha recuerda casos emblemáticos, como el de Salman Rushdie, cuya novela “Los versos satánicos” le valió una fatwa y años de amenazas, o el de Asia Bibi, una cristiana paquistaní condenada a muerte por supuesta blasfemia, finalmente absuelta en 2018 tras una década de lucha. Estos ejemplos ilustran que defender la blasfemia es defender la vida, la diversidad y el derecho a pensar diferente.

En la sociedad moderna, donde las redes sociales amplifican tanto la libertad como la censura, el Día de la Blasfemia es un recordatorio de que las ideas deben enfrentarse con más ideas, no con violencia ni represión. La fecha también desafía la creciente tendencia de "autocensura" en Occidente, donde el miedo a ofender lleva a artistas, escritores y ciudadanos a silenciarse ante la presión de grupos religiosos o políticos.

En un mundo tan polarizado, la blasfemia no es un lujo, sino una necesidad. Primero, porque protege la pluralidad, pues una sociedad que tolera la crítica a lo sagrado es una sociedad que respeta la coexistencia de ateos, agnósticos, creyentes y escépticos.

Segundo, porque fomenta el pensamiento crítico. Cuestionar dogmas religiosos impulsa el escrutinio de otras formas de autoridad, desde el poder político hasta las narrativas culturales.

Tercero, porque es un acto de solidaridad global. Cada vez que defendemos la blasfemia en nuestras democracias, fortalecemos la lucha de quienes, en regímenes opresivos, arriesgan todo por decir lo que piensan.

Sin embargo, la defensa de la blasfemia no implica promover el odio. La línea entre la crítica legítima y la incitación a la violencia es clara, y el derecho a la blasfemia debe ejercerse con responsabilidad, sin perder de vista el respeto a las personas, aunque no a sus creencias. La libertad de expresión no es absoluta, pero limitarla bajo el pretexto de "proteger sentimientos" abre la puerta a la censura arbitraria, donde cualquier grupo puede reclamar ofensa para silenciar a sus detractores.

El Día Internacional del Derecho a la Blasfemia nos convoca a no dar por sentada la libertad de expresión. Es un día para alzar la voz por quienes no pueden, para apoyar a los caricaturistas, escritores y activistas que enfrentan amenazas, y para recordar que la libertad de ofender es también la libertad de crear, de dudar y de ser humano. En la sociedad moderna, donde las tensiones entre tradición y progreso son inevitables, la blasfemia no es un delito, es un derecho que nos define como sociedades abiertas y valientes.

Defender la blasfemia es defender la posibilidad de un mundo donde nadie tema expresar lo que piensa, incluso si eso significa desafiar lo sagrado. Porque sin el derecho a cuestionar, no hay libertad que valga.

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29 abril 2025

La falacia de los Nobel creyentes



Muchos sabemos que "Un poco de ciencia te aleja de Dios, pero mucha ciencia lo descarta totalmente", y que el conocimiento de ciencia avanzada elimina por completo la “necesidad” de creer un dios.

Pero a menudo, quienes defienden la supuesta compatibilidad entre ciencia y religión citan que la mayoría de los ganadores de Premios Nobel son creyentes, un argumento que resulta falaz.

La idea de que un conocimiento científico limitado puede generar poco escepticismo hacia Dios, mientras que un estudio profundo lo elimina, parte de una visión materialista, pero realista al final. La teoría de la evolución de Darwin o el modelo del Big Bang de Georges Lemaître ofrecen explicaciones naturales para la vida y el origen del universo, sin requerir intervención divina.

La ciencia opera en el ámbito de lo empírico, estudiando fenómenos dimensionables. La existencia de dios, en cambio, es una cuestión metafísica que “escapa” al método científico. Como señaló el filósofo de la ciencia Karl Popper, la ciencia no puede probar ni refutar proposiciones no falsables, como la existencia de una deidad. Por tanto, la ciencia no "descarta" a dios, sino que lo relega a un plano fuera de su competencia.

Científicos como Francis Collins, exdirector del Proyecto Genoma Humano, sostienen que la fe y la ciencia pueden coexistir, pero no mezclarse pues son materias totalmente distintas.

Un argumento común para respaldar la falsa compatibilidad entre ciencia y fe es que muchos de los ganadores de Premios Nobel son creyentes religiosos. Un estudio frecuentemente citado, realizado por Baruch Aba Shalev en 100 Years of Nobel Prizes (2003), afirma que el 89,61% de los galardonados entre 1901 y 2000 eran religiosos, mientras que solo el 10,39% eran ateos, agnósticos o librepensadores.

Esta estadística se presenta como “evidencia” de que las mentes científicas más brillantes tienden a ser religiosas, desafiando la noción de que la ciencia nos aleja de la fe.

Sin embargo, este argumento es falaz por varias razones. De entrada comete falacia de autoridad. Que un científico premiado con un Nobel crea en dios no prueba su existencia ni la compatibilidad entre ciencia y religión. Las creencias personales no son evidencia científica. Por ejemplo, Richard Feynman (Nobel de Física, 1965), un ateo declarado, argumentaba que la ciencia no necesita hipótesis sobrenaturales, y en ello tiene toda la razón. Del mismo modo, Steven Weinberg (Nobel de Física, 1979) veía la religión como irrelevante para sus descubrimientos.

La falacia de los Nobel religiosos comete sesgo metodológico, el estudio de Shalev ha sido criticado varias veces por su falta de rigor pues clasifica como "creyentes" a científicos que no lo eran, como Albert Einstein, quien rechazaba la religión y usaba a "dios" como metáfora para las leyes del universo. Además incluye a científicos de origen judío como religiosos, aunque muchos, como Niels Bohr, eran ateos o agnósticos. Esta categorización infla artificialmente la proporción de "creyentes".

Por otro lado, los Premios Nobel, otorgados en Suecia, un país de tradición cristiana hasta hace pocas décadas, refleja un sesgo cultural. Entre 1901 y 2000, la mayoría de los galardonados provenían de Europa y Norteamérica, regiones donde el cristianismo era la norma social.

La presión cultural favorecía la afiliación religiosa, incluso entre científicos; en contraste, encuestas modernas, como una de 1998 de la Academia Nacional de Ciencias de EUA, muestran que sólo el 7% de los científicos de élite creen en un dios personal.

El término "creyente" engloba posturas diversas, desde el teísmo tradicional hasta el deísmo o visiones panteístas. Agrupar estas perspectivas bajo una sola categoría distorsiona la realidad y exagera la religiosidad de los científicos. Estudios sociológicos, como los de Elaine Howard Ecklund (2010), indican que apenas un 30% de los científicos en EUA y Reino Unido tienen alguna afiliación religiosa.

Los datos de Shalev son cuestionables y dudosos. La “religiosidad” de los científicos refleja más las normas sociales de su tiempo que una verdad universal. Como dijo Stephen Jay Gould, ciencia y religión son "magisterios no superpuestos", cada uno con su propio ámbito de autoridad.

La afirmación de que los Nobel creyentes validan la fe no es sostenible. La ciencia “no tiene” herramientas para pronunciarse sobre la existencia de dios, y las creencias de los galardonados son irrelevantes como evidencia. La estadística de los Nobel religiosos, plagada de sesgos y definiciones imprecisas, es una falacia que no resiste el escrutinio.

El verdadero desafío no es enfrentar ciencia y religión, sino reconocer sus roles distintos. En lugar de perpetuar falsas dicotomías, debemos fomentar un diálogo que respete la evidencia empírica y las preguntas humanas más profundas, sin recurrir a estadísticas manipuladas o afirmaciones absolutistas.

Ahí se las dejo de tarea.

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21 abril 2025

La Iglesia Católica en crisis



El fallecimiento del Papa Francisco ha expuesto como la Iglesia Católica atraviesa una crisis muy profunda que amenaza su relevancia y credibilidad en el mundo contemporáneo. 

El creciente abandono de feligreses, las denuncias por encubrimiento de casos de pederastia y la evidente omisión frente a grupos dentro de sus filas que promueven ideologías de odio contrarias a los derechos humanos son síntomas de un problema estructural que exige una respuesta urgente y transformadora.

En las últimas décadas, las estadísticas muestran una caída significativa en la asistencia a misas y en la identificación con la fe católica, especialmente en Europa, América Latina y otras regiones tradicionalmente católicas. Según un informe de Pew Research Center, en países como México y Brasil, donde la Iglesia históricamente ha sido un pilar cultural, el porcentaje de personas que se identifican como católicas ha disminuido drásticamente en las últimas dos décadas. Casos similares se han constatado en España donde la mayoría de la población se manifiesta como no creyente, o en Italia y Alemania donde el número de católicos han disminuido aparentemente de forma irreversible. 

Este éxodo no es solo una cuestión de secularización, sino también una reacción a los escándalos que han erosionado la confianza en la institución. Los fieles, especialmente las generaciones más jóvenes, buscan coherencia entre los valores predicados y las acciones de la Iglesia, y muchos sienten que esta coherencia brilla por su ausencia.

El encubrimiento de casos de abuso sexual por parte del clero es, sin duda, el golpe más devastador a la credibilidad de la Iglesia. Durante décadas, víctimas de pederastia fueron silenciadas, mientras que los perpetradores eran protegidos o trasladados a otras parroquias, perpetuando el ciclo de abuso. Aunque el Papa Francisco ha tomó medidas, como la creación de comisiones para abordar estos casos y la promulgación de normas más estrictas, las críticas persisten debido a la lentitud en la implementación y a la percepción de que las sanciones no son suficientes. La herida sigue abierta, y cada nuevo caso revelado reaviva el dolor y la desconfianza.

A esto se suma la preocupante tolerancia de la Iglesia hacia grupos, y ciertos personajes, dentro de sus filas que promueven ideologías de odio. En diversos países, sectores ultraconservadores vinculados a la institución han atacado los derechos de minorías, como la comunidad LGBT, las mujeres y los migrantes, bajo el pretexto de defender valores tradicionales. 

Estas posturas no solo contradicen los principios de amor y compasión que la Iglesia dice representar, sino que también alejan a quienes ven en la fe un mensaje de inclusión y justicia. La omisión de la jerarquía eclesiástica en condenar con firmeza estas posturas contribuye a la percepción de una institución desconectada de los valores universales de los derechos humanos. En el peor de los casos, expone a una Iglesia de doble moral al no condenar el odio entre sus filas. 

La crisis actual no es solo una cuestión de imagen, sino una oportunidad para que la Iglesia Católica se mire al espejo y emprenda una reforma profunda. Esto implica no solo transparencia y justicia en los casos de abuso, sino también un diálogo abierto con la sociedad moderna, un rechazo claro a las ideologías de odio y una renovación de su compromiso con los más vulnerables. La Iglesia debe recordar que su misión no es preservar el poder o la tradición por sí mismos, sino ser un faro de esperanza y humanidad en un mundo fracturado.

Es lamentable ver como fanáticos conservadores festejaron la enfermedad y la muerte del pontífice católico, evidenciando esa oscuridad ideológica que crece como cáncer maligno entre las filas de sus feligreses, y que es lo que más aleja a las personas de buen corazón de este culto.  

El camino no será fácil. La resistencia al cambio dentro de las estructuras eclesiásticas es fuerte, y las heridas del pasado no sanarán de la noche a la mañana. La historia del Papa Francisco mostró como la Iglesia tiene momentos en los que ha sabido adaptarse y renovarse. Hoy, más que nunca, necesita escuchar las voces de los desencantados, de las víctimas y de quienes exigen una fe que no solo hable de amor, sino que lo practique sin excepciones.

La Iglesia Católica está en una encrucijada. Puede aferrarse a un modelo conservador que se desmorona, o emprender un camino rombo al progreso de la mano de la humildad, la autocrítica y la transformación. 

La elección que haga no solo definirá su futuro, sino también su lugar en un mundo que, a pesar de sus contradicciones, sigue anhelando un mensaje de esperanza y redención, donde algunos conservadores sólo quieren que permanezca el odio y la oscuridad, lo que a la larga la podría llevar a su desaparición en este mismo siglo. 

El salto generacional se esta dando, y de los cardenales y obispos católicos dependerá dejar atrás un pasado de odio y oscuridad, para abrazar un sendero de luz, paz y amor, como siembre lo debieron haber hecho.  

Ahí se las dejo de tarea. 

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16 abril 2025

Socialismo y Cristianismo: Dos caminos similares


 

Resulta sorprendente descubrir que, a pesar de sus orígenes y fundamentos distintos, la filosofía del socialismo y el cristianismo comparten profundas similitudes en su búsqueda por una sociedad más equitativa y humana.

Se necesitaría ser muy inculto y muy ignorante para no reconocer que ambas filosofías son muy similares, por no decir que casi iguales. Ambos han abordado la lucha contra la desigualdad, el compromiso con los más vulnerables y la esperanza de un futuro donde la dignidad humana sea la base del orden social.

Es casi ridículo ver como fanáticos conservadores religiosos están en contra del socialismo, cuando es su esencia el cristianismo y el socialismo son casi iguales.

Una de las similitudes más evidentes entre el cristianismo y el socialismo residen en el valor que ambos otorgan a la solidaridad. El mensaje central del cristianismo, expresado en las enseñanzas de Jesús, aboga por amar al prójimo, compartir con los menos afortunados y construir una comunidad unida en la compasión y la empatía. Frases como “Bienaventurados los pobres en espíritu” o “Ama a tu prójimo como a ti mismo” no solo inspiran comportamientos altruistas, sino que también critican la indiferencia ante el sufrimiento ajeno.

En un paralelo interesante, el socialismo se ha erigido sobre la premisa de que la sociedad debe organizarse de manera que garantice la igualdad de oportunidades y el bienestar colectivo. La redistribución de la riqueza y la lucha contra la opresión de clases no son meros postulados políticos, sino un llamado a superar las barreras que impiden el desarrollo pleno de cada individuo. Así, tanto en el ámbito religioso como en el político, se reconoce que la cohesión social y la equidad son esenciales para el florecimiento de la humanidad.

Otra convergencia significativa es la insistencia en la justicia social. El cristianismo históricamente ha sido una voz crítica ante la opresión y la desigualdad. Desde las primeras comunidades cristianas, donde se compartían bienes en un espíritu de fraternidad, hasta los movimientos de liberación teológica en América Latina, la fe ha impulsado a muchos a cuestionar sistemas injustos y tiernos puentes entre clases sociales.

El socialismo, por su parte, surge como respuesta a la explotación inherente a ciertos sistemas económicos, especialmente durante la Revolución Industrial. La crítica al capitalismo desenfrenado, que muchas veces fomenta la concentración de riquezas y el abandono de los más necesitados, se alinea en esencia con el llamado cristiano a proteger y cuidar a los desfavorecidos. En ambos casos, la búsqueda de una sociedad justa implica la transformación estructural del orden vigente, con el objetivo de erradicar las barreras que impiden el desarrollo integral del ser humano.

Tanto en el cristianismo como en el socialismo, se destaca un compromiso inquebrantable con los más vulnerables. La figura de Jesús, que pasó su vida al lado de los marginados, enfermos y pecadores, simboliza ese amor incondicional hacia el otro. Este ejemplo ha motivado a innumerables iniciativas solidarias, desde obras de caridad hasta la creación de sistemas de bienestar social, orientadas a cuidar de quienes no pueden valerse por sí mismos.

De manera similar, la filosofía socialista propone que la sociedad debe ser organizada de forma que todos tengan acceso a los recursos necesarios para vivir dignamente. La educación, la salud y la vivienda se erigen como derechos fundamentales, y no como privilegios, reafirmando que una comunidad se mide por la forma en que trata a sus miembros más desfavorecidos. Esta visión, que pone en primer plano la justicia distributiva, resuena profundamente con el mensaje cristiano de amor y servicio al prójimo.

Ambas corrientes, a pesar de sus diferencias en la concepción de la sociedad y en la manera de abordar el cambio, comparten una visión transformadora del ser humano. El cristianismo invita a una transformación interior, a la renovación del espíritu ya la apertura hacia una vida basada en la humildad, la compasión y el perdón. Esta transformación no solo afecta a la persona en su dimensión espiritual, sino que se traduce en acciones concretas que buscan mejorar el entorno social. Ese es el deber ser cristiano, no querer imponer sus creencias sobre la vida de los demás, coartando derechos y libertades de otros, como lo hacen los fanáticos conservadores de derecha.

El socialismo, por otro lado, promueve un cambio estructural que permite liberar al individuo de las cadenas de la desigualdad y la explotación. Al poner énfasis en la colectividad y en la planificación social, se intenta construir una realidad en la que cada persona pueda desarrollarse plenamente sin las limitaciones impuestas por un sistema que favorece a unos pocos. El socialista auténtico no busca su enriquecimiento personal, sino el de toda la sociedad en conjunto.

En esencia, ambas corrientes reconocen que el cambio verdadero comienza en el interior del individuo y se expande hacia la transformación de toda la sociedad.

Si bien es innegable que el cristianismo y el socialismo parten de fundamentos distintos, uno basado en la fe y creencias, y el otro en un análisis crítico de las estructuras económicas y sociales, la convergencia de sus principios básicos es innegable.

Ambos movimientos comparten la convicción de que una sociedad justa es aquella que protege a sus miembros más vulnerables, promueve la igualdad y fomenta la solidaridad. En tiempos de profundas crisis y desigualdades persistentes, estos valores se convierten en faros que guían la construcción de un mundo más humano y equitativo.

La fusión de ideas, la intersección entre la espiritualidad y la política, y el compromiso inquebrantable con la justicia social, nos recuerdan que, en el fondo, las aspiraciones por una mejor calidad de vida y por la dignidad de todos los seres humanos son universales. Así, la reflexión sobre las similitudes entre el cristianismo y el socialismo no solo invita a un análisis histórico y filosófico, sino que también plantea una pregunta urgente: ¿Cómo podemos, desde nuestras distintas convicciones, contribuir a la construcción de una sociedad más justa y solidaria?

Esta similitud de ideas sigue siendo relevante hoy, impulsándonos a repensar nuestro modelo de convivencia ya abrazar un futuro donde el bienestar colectivo prevalezca sobre los intereses individuales.

Al final del día, tanto el mensaje de amor del cristianismo como la visión igualitaria del socialismo nos invitan a soñar con un mundo en el que la justicia y la fraternidad sean la norma, y ​​no la excepción.

Ahí se las dejo tarea.

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12 abril 2025

Refutando la falacia de Pasteur

 


En el siglo XIX, el célebre científico Louis Pasteur afirmó: "Un poco de ciencia nos aparta de dios. Mucha, nos aproxima a él". Este postulado, profundamente arraigado en el contexto de su época, sugería que un conocimiento científico superficial podría generar dudas sobre la existencia de dios, pero que una comprensión más profunda reconciliaría a la humanidad con lo divino.

Sin embargo, a la luz del saber actual, este pensamiento parece no solo desactualizado, sino totalmente falaz. Hoy, algunos proponemos corregirlo con un nuevo teorema: "Un poco de ciencia te aleja de dios, pero mucha ciencia lo descarta totalmente". Esta afirmación se basa en la observación de que, en la mayoría de los casos, los investigadores científicos no creen en dios. Pero, ¿es esto una verdad absoluta o una simplificación excesiva?

Cuando Pasteur formuló su idea, la ciencia y la religión no se percibían como enemigas irreconciliables. En el siglo XIX, muchos científicos eran creyentes y veían sus descubrimientos como una forma de desentrañar las maravillas de la “creación divina”. La microbiología de Pasteur, por ejemplo, no desafiaba directamente las nociones teológicas de su tiempo. Su postulado reflejaba una esperanza, que el avance del conocimiento humano, lejos de erosionar la fe, la fortalecería al revelar la complejidad y el orden del universo.

Sin embargo, los siglos posteriores trajeron consigo revoluciones científicas que transformaron esta perspectiva. La teoría de la evolución de Darwin, la cosmología del Big Bang y los avances en neurociencia han ofrecido explicaciones naturales a fenómenos que antes se atribuían exclusivamente a dios. Estos desarrollos han llevado a algunos a sostener que la ciencia y la religión son inherentemente incompatibles. Si el origen de la vida, el universo y la conciencia humana pueden explicarse sin recurrir a lo sobrenatural, ¿qué lugar queda para la divinidad?

Esta idea encuentra eco en muchos datos concretos. Un estudio de 2009 realizado por el Pew Research Center reveló que solo el 33% de los científicos en Estados Unidos cree en dios, en contraste con el 83% de la población general. Esta brecha sugiere que, a mayor inmersión en el conocimiento científico, menor es la probabilidad de aferrarse a creencias religiosas. De ahí surge el teorema corregido: Mucha ciencia no solo aleja de dios, sino que lo descarta por completo.

No todos los científicos son ateos, y la creencia en dios no desaparece automáticamente con el avance del saber. Figuras como Francis Collins, genetista y director de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, demuestran que es posible integrar una fe profunda con una carrera científica de alto nivel, pero no mezcla una con la otra.

Para algunos, la ciencia responde al "cómo" del universo, mientras que la religión aborda el "por qué", permitiendo una coexistencia pacífica entre ambas, pero por separado, cada una en su lado.

Por otro lado, quienes argumentamos que la ciencia, al ofrecer explicaciones completas y verificables, elimina la necesidad de hipótesis divinas. Desde esta perspectiva, la fe se convierte en un vestigio del pasado, una reliquia que pierde relevancia conforme la humanidad desentraña los misterios del cosmos.

Mientras que el avance científico ha llevado a muchos a cuestionar o abandonar la creencia en dios, también ha inspirado a otros a reinterpretar su fe de maneras mucho más sofisticadas e inteligentes.

En última instancia, la ciencia y la religión representan dos enfoques distintos para comprender el mundo. La primera se basa en la observación, la experimentación y la evidencia; la segunda, en la fe, la introspección y la tradición.

La falacia de Pasteur subestimaba el impacto transformador de la ciencia moderna. En un mundo cada vez más complejo, la ciencia no dicta un único camino hacia la incredulidad o la no creencia. El conocimiento contemporáneo desafía a cada individuo a encontrar su propia respuesta, respetando la libertad de pensamiento de cada uno. Sin embargo, hoy se sabe a ciencia cierta que la ciencia sí descarta a dios, por eso los fanáticos la rechazan y tergiversan. Y ahí está el detalle, en cómo convivimos con las tensiones y posibilidades que este eterno debate nos plantea. Donde todos deberíamos de comprender que no se debe de querer mezclar la gimnasia con la magnesia.

Ahí se las dejo de tarea. 

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07 abril 2025

Refutando la falacia de Planc



El debate sobre la relación entre ciencia y religión ha sido una constante en la historia del pensamiento humano. Algunos, como los denominados "hombres de fe", recurren a la falacia de Max Planc, que sostiene que "Nunca podrá haber oposición real entre ciencia y religión; una es complementaria a la otra".

Sin embargo, esta afirmación es cuestionada por aquellos que argumentan que la ciencia se fundamenta en el conocimiento derivado de pruebas y evidencias empíricas, mientras que la religión se basa en la creencia en algo de lo cual no hay certeza verificable.

A primera vista, parece que ambas disciplinas son irreconciliables, pero un análisis más profundo revela que la relación es más compleja.

La ciencia, por su esencia, es un método sistemático para comprender el mundo natural. Se basa en observación para analizar fenómenos visibles y medibles; experimentación para probar hipótesis mediante pruebas controladas; y verificación para confirmar o descartar resultados a través de la replicación.

Su objetivo es descubrir verdades objetivas sobre el universo, y su fortaleza radica en su capacidad para adaptarse y corregirse ante nuevas evidencias. La ciencia no requiere fe; al contrario, exige escepticismo y una disposición a cuestionar supuestos. Este enfoque ha impulsado avances extraordinarios en medicina, tecnología y la comprensión del cosmos.

Por otro lado, la religión se sostiene en la fe, o sea de la aceptación de doctrinas o entidades que trascienden lo empíricamente demostrable. Presuntamente “responde” a preguntas que la ciencia no aborda del todo con facilidad, como ¿cuál es el propósito de la vida? ¿Qué define la moralidad? ¿Por qué existe el universo?

Como ya hemos comentado antes, para muchos la religión ofrece un marco ético, una comunidad y un sentido de pertenencia que va más allá de lo material.

Sin embargo, la falacia de Planc se descarta al contrastarla con la realidad. Aunque ciencia y religión operan en dominios distintos, no siempre están en conflicto directo. Muchos científicos han sido personas de fe, como Isaac Newton o Georges Lemaître, quienes veían la ciencia como una herramienta para explorar la "creación divina". Para ellos, no había contradicción, sino armonía. Pero ninguno pudo confirmar que sus creencias religiosas fueran reales, ni en sus aportaciones científicas fue necesaria la fe.

Otro caso es el “debate” entre evolución y creacionismo, que es un ejemplo claro, donde interpretaciones literales de textos mitológicos (religiosos) chocan con el consenso científico. En estos casos, la rigidez dogmática religiosa puede generar confrontaciones. Aun así, muchas tradiciones religiosas han adaptado sus posturas, aceptando que la fe y la razón no tienen por qué ser enemigas.

La ciencia, aunque poderosa, no lo explica todo. Ni la religión tiene respuestas reales para todo. La ciencia describe el "cómo" del mundo, mientras que la religión hipotéticamente explora el "por qué". Esta distinción sugiere que ambas pueden coexistir, cada una aportando perspectivas únicas, pero por separado, no se deben de mezclar.

Definitivamente religión y ciencia son opuestas en cuanto a sus métodos y fines, pero no están en conflicto. No son personas físicas para pelear. Sus métodos y fundamentos son distintos, pero no necesariamente incompatibles. Para muchas personas, se complementan en la búsqueda de la verdad y el significado. Reconocer sus límites y fortalezas permite un enfoque más rico y matizado, donde la razón y la fe no se excluyen, sino que se enriquecen mutuamente.

Debemos de mirar a las antiguas religiones bajo la luz del conocimiento moderno. De lo contrario, todavía estaríamos quemando “brujas” y “blasfemos” en las plazas públicas. Cada una tiene su lugar por separado, y la paz se mantendrá.

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