26 noviembre 2025

Decir lo que se tiene que saber



El periodismo, en su esencia más pura, no es un ejercicio de complacencia. En una era definida por la polarización y la gratificación instantánea, se confunde a menudo al periodista con el influencer, al crítico con el opinólogo, y a los datos duros con una opinión. Es crucial, por ello, recordar la función radical y estrictamente progresista de esta profesión.

De hecho, hacer periodismo para muchos, es casi por definición, un acto de incomodar, pues el periodista es el que dice lo que se tiene que saber. Por ello, el periodista genuino debe ser, ante todo, un faro de información esencial. No tiene que ser un “sabelotodo”, pero mucho menos un ignorante en materia de cultura general o ciencias naturales.

El periodista no se hace con un título o diploma, se hace con su “talacha”, con su trabajo, con su trayectoria. Su deber primordial no es susurrar a un público cautivo lo que desean escuchar, ni hacer eco de los himnos del líder político o religioso de turno. Repito para que quede bien claro, su misión ante todo, es decir lo que se tiene que saber, incluso si esa revelación resulta punzante, molesta o profundamente inconveniente.

Un periodista real es intrínsecamente progresista porque sus bases de pensamiento deben estar fundadas en el pensamiento crítico y en la evidencia. Esto implica una obligación ineludible: Ser un promotor de la ciencia, la cultura y de la razón.

El verdadero periodista no flirtea con la charlatanería. No da tribuna imparcial a la pseudociencia, sino que la cuestiona, la expone y, si es posible, la refuta con datos duros. Su trinchera no es la de la creencia, sino la del conocimiento verificado. En la balanza de la verdad, el periodista no puede sopesar la opinión de un científico o un especialista contra la de un charlatán antivacunas, un anti-cambio climático, o un fascista anti-derechos humanos, como si fuesen equivalentes; tiene el deber ético de señalar cuál camino conduce a la luz y cuál a la oscuridad. Como dicen, si uno dice que llueve, su obligación es abrir la ventana y verificarlo.

El periodismo real no debe dar lugar al conservadurismo dogmático, la tiranía o el fascismo. De hecho, es su antítesis. Es el instrumento civil que señala lo incorrecto cuando el poder se desboca. Enaltecer lo virtuoso, lo valeroso y lo justo es inseparable de la tarea de desenmascarar al tirano, al demagogo y al corrupto. Por eso los verdaderos periodistas, a lo largo de la historia, han sido hostigados por los más corruptos: Líderes políticos, empresarios, líderes religiosos y charlatanes.

Ser periodista es abrazar una postura ética y política, no partidista. La postura de la libertad, la justicia y la democracia razonada. Quien se alinea con las dictaduras, el fanatismo religioso o los dogmas inamovibles, ha abdicado de su rol de vigilante de la voz del pueblo. Ha cambiado su pluma por un cetro podrido o por un fajo de billetes.

La diferencia fundamental radica en el propósito. Quien solo repite mensajes agradables, quien evita la crítica para mantener el rating o los patrocinios, quien intercambia la verdad por vistas y popularidad, no es un periodista. Es, simplemente, un mercader de la palabra; ahora les dicen influencers.

El influencer se vende por lo que es popular; el periodista ofrece lo que es vital. El mercader busca el aplauso; el periodista debe estar preparado para dar el discurso incómodo y, peor aún, para la represalia. Hay quienes lloran por ser agredidos al grabar un hecho público, pues esa es la diferencia, el periodista ya lleva en mente la idea de que puede ser agredido por hacer eso, y está dispuesto a luchar para hacerlo público.

En última instancia, la única lealtad innegociable del periodista es con la cruda realidad y con la ciudadanía que tiene el derecho a conocerla. Aceptar menos que esto es traicionar el oficio. La incomodidad que provoca el periodismo es la señal más clara de que la sociedad está siendo obligada a pensar y, por lo tanto, a progresar.

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23 noviembre 2025

La invasión rusa a Ucrania: Un genocidio en curso



En febrero de 2022, el mundo presenció el inicio de una agresión brutal, la invasión a gran escala de Rusia contra Ucrania, un acto que ha escalado hasta convertirse en una de las crisis humanitarias más graves del siglo XXI. Más allá de una mera guerra territorial, las acciones de Moscú revelan un patrón sistemático de destrucción que encaja en la definición legal de genocidio según la Convención de las Naciones Unidas de 1948.

Esta Convención define el genocidio como actos cometidos con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, incluyendo asesinatos, daños graves, condiciones que lleven a la destrucción física, medidas para impedir nacimientos o traslados forzados de niños. Basado en evidencia acumulada por organismos internacionales, expertos y testimonios, es imperativo reconocer que la invasión rusa no es solo una violación de la soberanía ucraniana, sino un genocidio deliberado contra el pueblo ucraniano.

Los hechos hablan por sí solos. Desde el comienzo de la invasión, se han documentado miles de crímenes de guerra que apuntan a un intento de erradicar la identidad ucraniana. En Bucha, por ejemplo, se descubrieron fosas comunes con cientos de civiles masacrados, muchos con signos de tortura y violaciones. Estos no son incidentes aislados.

Informes de Amnistía Internacional y Human Rights Watch describen un patrón de ejecuciones extrajudiciales, violaciones sexuales y saqueos en zonas ocupadas, diseñados para aterrorizar y desplazar a la población. El asedio a Mariupol, donde Rusia bombardeó hospitales, teatros y refugios civiles, dejando a la ciudad en ruinas y causando miles de muertes por hambre, frío y bombardeos, ilustra condiciones impuestas para provocar la destrucción física del grupo ucraniano. Según estimaciones de la ONU, al menos 14,000 civiles han muerto desde 2022, con cifras que podrían ser mucho más altas debido a la subestimación en áreas ocupadas.

Uno de los elementos más alarmantes es el traslado forzado de niños ucranianos a Rusia, un acto explícitamente genocida bajo el artículo II de la Convención. Según varias fuentes, más de 307,000 niños han sido deportados, muchos separados de sus familias y sometidos a programas de "reeducación" para borrar su identidad ucraniana y asimilarlos como rusos.

Debido a esto, la Corte Penal Internacional emitió órdenes de arresto contra Vladimir Putin por estos crímenes de guerra. El Consejo de Europa, en abril de 2023, clasificó estos traslados como genocidio en una resolución aprobada por abrumadora mayoría. La aparente intención genocida se evidencia en la retórica oficial rusa. Putin ha negado repetidamente la existencia de Ucrania como nación independiente, describiéndola como un invento histórico y a los ucranianos como "no humanos".

En un mensaje de 2021, afirmó que rusos y ucranianos son "un solo pueblo", justificando la anexión. Tras la invasión, un artículo en la agencia estatal RIA Novosti titulado "Qué debería hacer Rusia con Ucrania" abogaba por la eliminación de la élite ucraniana, la supresión de su idioma y cultura, y el envío de millones a campos de trabajo forzado, calificándolo como un "manual de genocidio" por expertos. La propaganda rusa retrata a los ucranianos como "nazis" que deben ser exterminados. La Comisión de Derechos Humanos de la ONU ha expresado preocupación por esta retórica como incitación al genocidio.

El Parlamento ucraniano declaró el genocidio en abril de 2022, citando atrocidades masivas y esfuerzos para destruir la nación ucraniana. Países como Polonia, Letonia, Lituania, Canadá, Chequia, Irlanda y Estonia han aprobado resoluciones similares. En EUA, el presidente Joe Biden lo llamó genocidio en abril de 2022, y el Congreso ha introducido resoluciones bipartidistas para condenar las acciones rusas como tales.

Expertos como Timothy Snyder, historiador del Holocausto, argumentan que la invasión cumple con los cinco tipos de crímenes genocidas, desde asesinatos hasta la negación de la identidad nacional. El Instituto New Lines y el Centro Raoul Wallenberg concluyeron en informes de 2022 y 2023 que hay bases razonables para inferir una intención genocida, basados en patrones de atrocidades y escalada de violaciones a los derechos humanos. Genocide Watch ha emitido alertas de emergencia, identificando etapas de genocidio como deshumanización, persecución y exterminio.

A pesar de esta evidencia abrumadora, la respuesta internacional ha sido inconsistente. La Corte Internacional de Justicia avanza en un caso iniciado por Ucrania, pero Rusia niega las acusaciones y contraataca con alegatos infundados de genocidio ucraniano en Donbás. La CPI investiga crímenes de guerra y genocidio desde 2013, pero la ejecución de órdenes de arresto depende de la cooperación global. Esta reticencia a etiquetar formalmente el genocidio permite a Rusia continuar su agresión impunemente, con millones desplazados y una nación al borde de la aniquilación cultural.

Es hora de que la comunidad internacional actúe con decisión. Reconocer la invasión rusa como genocidio no es solo una cuestión semántica; implica obligaciones legales para prevenir y castigar, como sanciones más estrictas, incluso un apoyo militar defensivo a Ucrania y procesos judiciales contra los responsables. Ignorarlo equivale a complicidad histórica. Ucrania no lucha solo por su supervivencia, sino por los principios que protegen a todas las naciones de la barbarie. El mundo debe llamar a las cosas por su nombre. Esto es un genocidio, y debe terminar ahora.

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16 noviembre 2025

El grito global de la Generación Z


La auténtica Generación Z, los nacidos a principios del siglo XXI, no es una simple extensión de las anteriores, es una fuerza transformadora con una identidad política y social distintiva, tejida en la propia tela del globalismo digital y la conciencia ecológica.

Lejos de la apatía que a menudo se les atribuye, están profundamente involucrados, pero su arena de acción y sus valores han redefinido el compromiso. Para la “Gen Z”, la idea de fronteras se diluye ante la realidad de crisis que no conocen pasaportes. Por eso apoyan causas de defensa y rescate a favor de Palestina y Ucrania. Son intrínsecamente globalistas.

El cambio climático, la inequidad económica y la amenaza a la democracia son problemas interconectados que exigen una solución global. Su educación en línea, consumiendo noticias y cultura de todos los rincones del planeta, les ha otorgado una perspectiva integral donde la aldea global es la única realidad.

Esta visión global se fusiona con un ecologismo urgente e innegociable. No ven la sustentabilidad como una opción de estilo de vida, sino como una imperativa de supervivencia. Han crecido viendo los efectos tangibles del cambio climático y la contaminación industrial, lo que impulsa su activismo y su escepticismo hacia las estructuras económicas y políticas heredadas que priorizaron la ganancia a corto plazo sobre la salud del planeta. Heredarán un mundo en crisis, y lo saben. Por eso, su activismo no es un pasatiempo; es una auténtica misión de rescate.

La Generación Z se erige como un frente anti-conservador por excelencia. La diversidad no es un concepto que tengan que “tolerar”, sino una realidad que celebran y exigen que se refleje en la sociedad y en todas las instituciones. Ellos no se ponen de rodillas ante nada, por eso chocan con tiranos y dictadores, ellos quieren un auténtico desarrollo personal para todos.  

Esto se traduce en un firme apoyo a las causas que sus generaciones anteriores aún debaten con fervor, como el apoyo incondicional a la libertad de abortar de las mujeres, que es visto como una extensión básica de la autonomía corporal y un derecho humano fundamental, no como un debate moral polarizado.

También apoyan el matrimonio igualitario y la protección de las identidades de género diversas son pilares de su visión de la justicia social. No hay cabida para la discriminación basada en la orientación o identidad.

Por si fuese poco, están a favor de la autonomía al final de la vida. La eutanasia y el derecho a una muerte digna son parte de su defensa de la libertad individual absoluta, y el total control personal sobre la propia existencia.

Esta postura progresista se cristaliza en un rechazo total al fascismo y a cualquier forma de autoritarismo, chocan con las ideologías de la ultraderecha contrarias a un humanismo puro y duro. No son nacionalistas, todo lo contrario, ellos son globales.

Habiendo atestiguado el resurgimiento de la derecha radical en múltiples democracias occidentales, entienden que el avance de los derechos humanos requiere una defensa activa contra las ideologías y dogmas que buscan limitar las libertades. Su activismo, a menudo canalizado a través de las redes sociales y luego llevado a la calle, es una declaración de guerra cultural contra el odio y la intolerancia.

La Generación Z es la primera en madurar en un entorno donde la información y el activismo son instantáneos y virales. Esta conectividad les permite forjar alianzas transnacionales y movilizarse a una velocidad sin precedentes. No están esperando pacientemente a que se les entregue el bastón de mando; están tomando la iniciativa, obligando las conversaciones, desmantelando y cuestionando profundamente, los sistemas que consideran obsoletos e injustos.

El mundo que heredarán está marcado por la inestabilidad climática, la desigualdad rampante y las amenazas a la “democracia imperialista”. Ellos lo saben, y por eso su compromiso con el globalismo, el ecologismo y los derechos humanos no es teórico, es la estrategia de supervivencia para un futuro que ya están viviendo. La Gen Z no solo sueña con un mundo mejor; está activamente comprometido a construirlo desde ahora.

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13 noviembre 2025

El ascenso del ateísmo: Un cambio global


En un mundo donde la fe religiosa ha dominado durante milenios, un fenómeno sutil pero persistente está transformando el panorama espiritual: El aumento de los no creyentes. Aunque las “cifras oficiales” hablan de apenas un 19% de la población mundial, algunos analistas sugieren que en realidad esta población podría ser de hasta el 40% de la humanidad, pero ocultándose por miedo a represalias en naciones cristianas e islámicas.

Según algunas encuestas globales hay un crecimiento muy notable en Occidente de los no creyentes. Esto es un signo de madurez intelectual que merece ser abrazado sin prejuicios. Países antiguamente conservadores como China, Japón, República Checa, Albania, Estonia, Suecia, Holanda, Francia, España, Italia y México, ahora los no creyentes son una muy notable parte de la sociedad, y en varios países ya son la mayoría.

Los números hablan de un cambio innegable, aunque no tan drástico como las estimaciones más optimistas. De acuerdo con el Pew Research Center, en 2010, los "no afiliados", que incluyen ateos, agnósticos y aquellos sin religión específica, constituían aproximadamente el 16% de la población global, o unos 1,100 millones de personas. Para 2050, se proyecta que este grupo crezca en a más de 1,200 millones. En regiones como Asia-Pacífico, donde reside el 76% de los ateos y no religiosos globales, el fenómeno es más pronunciado.

En Occidente, el ascenso es más evidente y acelerado. Países como En Estados Unidos, por ejemplo, los ateos, agnósticos y no afiliados han pasado del 22% en 2008 al 36% en 2021. En el Reino Unido, un estudio reciente indica que los ateos superan a los teístas por primera vez, representando más del 50% de la población. Europa Occidental y Norteamérica muestran descensos en la religiosidad, con países como Suecia (hasta 85% de ateos/agnósticos en algunas estimaciones) y Japón (65%) liderando. Este crecimiento se atribuye a factores como el acceso a la educación, el avance científico y la exposición a perspectivas diversas, que diluyen el dominio de visiones religiosas tradicionales.  

Como dato curioso, la “Generación Z”, muestra una evidente aceptación al ateísmo, pero con un aumento en lo "espiritual pero no religioso". La ideología progresista y de mente abierta predominante en este movimiento, ha brindado un panorama más amigable al pensamiento no religioso.  

En muchos países, el ateísmo conlleva estigma social, discriminación e incluso peligro mortal. En naciones islámicas como Afganistán, Irán, Maldivas, Mauritania, Pakistán, Arabia Saudita y Sudán, expresar ateísmo o apostasía puede resultar en la pena de muerte.

Más de 70 países criminalizan la blasfemia, que a menudo incluye el ateísmo, con castigos que van desde multas hasta ejecuciones. En Arabia Saudita, los ateos son etiquetados como "terroristas" por decreto real. Incluso en contextos cristianos, como en partes conservadoras de África, América Latina o el sur de Estados Unidos, los ateos enfrentan ostracismo familiar, acoso laboral y prejuicios que los ven como "herejes" o “blasfemos”. Incluso en países como España y México, existen grupos religiosos de odio que se dedican a atacar y hostigar las expresiones públicas o en redes de laicismo y ateísmo.  

Un estudio global revela que el sesgo contra ateos es más fuerte en países religiosos como Estados Unidos, Emiratos Árabes Unidos e India, donde se les percibe como “no confiables”. Esto lleva a que muchos ateos se oculten, respondiendo encuestas con respuestas ambiguas o participando en prácticas religiosas por presión social.

La idea de que los no creyentes podrían ser el 40% de la población mundial (mencionada en debates informales y redes sociales) podría ser más una oculta realidad que un mito. El subregistro en entornos represivos sugiere que la cifra real de no creyentes podría ser mucho mayor de lo reportado de forma oficial. En Túnez, por ejemplo, ateos enfrentan prisión por publicaciones en redes sociales, y en Líbano, figuras públicas los ridiculizan abiertamente. Esta ocultación no solo distorsiona las estadísticas, sino que perpetúa un ciclo de aislamiento y ansiedad mental para los no creyentes.

Desde una perspectiva humanista, este claro ascenso del ateísmo no es una amenaza, sino un testimonio de progreso humano. Representa la liberación de dogmas impuestos, fomentando sociedades basadas en razón, ética secular y derechos universales. Países con altos niveles de ateísmo, como Chequia, Suecia o Nueva Zelanda, destacan en índices de felicidad, igualdad y baja criminalidad, desmintiendo el mito de que la moral depende de la religión. Sin embargo, el miedo en naciones cristianas e islámicas revela una hipocresía; pues religiones que predican amor y tolerancia a menudo responden con evidente hostilidad. Es hora de que el mundo promueva la libertad de creencia, o no creencia, como un pilar de la democracia. Solo entonces, los ateos podrán salir de las sombras, enriqueciendo el diálogo global con perspectivas racionales y humanistas.

En última instancia, el ateísmo no es el fin de la espiritualidad, sino su evolución. Mientras el mundo se seculariza, recordemos que la verdadera fe, ya sea en un dios o en la humanidad, florece en la libertad, no bajo las cadenas del odio y del temor.

Si tienes que defender a tu dios con odio y mentiras, significa que en realidad no es un dios, es una mentira.

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09 noviembre 2025

El Budo para el mundo moderno



En la vorágine del siglo XXI, donde la inmediatez y el individualismo parecen ser las brújulas que guían la vida, la búsqueda de un propósito y de una ética sólida se torna una tarea cada vez más urgente.

En este escenario, debemos de cuestionar los dogmas y las narrativas dominantes para encontrar sabiduría en otras fuentes más firmes. Una de ellas, es la filosofía del Budo, el "camino marcial" nacida en Japón, que lejos de ser un mero conjunto de técnicas de combate, se revela como un manual de vida para forjar individuos íntegros y, por ende, una sociedad más sana.

Para algunos el Budo tiene esa imagen de samuráis, ninjas y disciplinas místicas, que podría parecer una reliquia de un pasado feudal, irrelevante para nuestros tiempos. Sin embargo, sus principios fundamentales son precisamente los antídotos que necesitamos para contrarrestar muchos de los males de nuestros tiempos.

El Budo nos enseña que el verdadero adversario no está fuera, sino dentro de nosotros mismos. La lucha no es contra un oponente físico, sino contra nuestros propios miedos, nuestros defectos, inseguridades y debilidades.

En un mundo donde la gratificación instantánea y la evasión del dolor son la norma, el Budo nos recuerda que el crecimiento personal se logra a través de la disciplina del esfuerzo sostenido, de la superación de obstáculos y de la confrontación honesta con nuestras propias limitaciones. Al dominar nuestros defectos, ganamos el poder para actuar con más libertad y sabiduría.

La práctica del Budo nos sumerge en un camino de respeto mutuo. Desde el saludo inicial hasta el final de una reunión, o entrenamiento, cada gesto está impregnado de una profunda consideración por el otro. En un mundo donde la cortesía se ha vuelto un lujo y la empatía una rareza, el Budo nos obliga a reconocer la humanidad en nuestros compañeros, no verlos como rivales, sino como socios en un camino de aprendizaje mutuo. Este respeto, cultivado en muchos Dojos, se extiende naturalmente a la vida cotidiana, fomentando relaciones más sanas y una convivencia más armoniosa.

Además, el Budo nos enseña el valor de la humildad. No importa que tan “avanzado” sea uno, siempre hay algo nuevo que aprender. La arrogancia y el ego son los principales obstáculos en el camino del perfeccionamiento. Al aceptar que siempre seremos estudiantes, el Budo nos abre a la posibilidad de un crecimiento continuo, nos libera de la “necesidad de tener la razón”, y nos hace más receptivos a las ideas de los demás. Esta humildad es un pilar fundamental para la construcción de una sociedad plural y dialogante.

Finalmente, nos inculca la perseverancia, el arte de levantarse una y otra vez después de cada caída. En un mundo que a menudo nos presiona a rendirnos, a buscar el camino fácil, el Budo nos recuerda que la verdadera fuerza no reside en no caer, sino en la capacidad de seguir adelante a pesar de las adversidades. Esta resistencia es vital para enfrentar los desafíos de la vida moderna, ya sean profesionales, personales o sociales.

La filosofía del Budo, vista a través de la lente del pensamiento crítico, no es un mero pasatiempo o un conjunto de técnicas de lucha. Es un sistema ético y moral que nos ofrece herramientas concretas para ser mejores personas. Al cultivar el respeto, la disciplina, la humildad y la perseverancia, no solo mejoramos nuestras propias vidas, sino que también contribuimos a la construcción de una sociedad más justa, empática y capaz de adaptarse y recuperarse frente a la adversidad.

El “camino del samurái”, lejos de ser un eco del pasado, puede ser la senda que nos guíe hacia un futuro más prometedor.

PD: Ponte a entrenar.

¡Oss!

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08 noviembre 2025

El Congreso es templo de la Ley, no es para la fe



Un recinto legislativo, como la Cámara de Diputados o en el Senado de la República, que conforman el Congreso de la Unión, son el corazón de la soberanía popular, es el espacio donde se debaten, negocian y aprueban las leyes que rigen la vida de toda la nación mexicana.

Por su intrínseca naturaleza, el Congreso es un lugar para el diálogo lógico y racional, la argumentación jurídica y el consenso político. No debe ser insultado utilizando la tribuna para el proselitismo o la predicación religiosa. A los legisladores se les paga para legislar, no para predicar.

La historia de México se cimienta en una lucha constante por la separación entre el Estado y la iglesia. Este principio de laicidad, consagrado en nuestra Constitución, no es un ataque a la fe personal, sino el garante fundamental de la pluralidad y la igualdad. La laicidad asegura que las leyes se basen en el interés general, la evidencia social y el bien común, y no en “dogmas de fe” que solo representan a una parte de la población.

Cuando un legislador utiliza su posición o la tribuna para citar pasajes bíblicos como “argumento legal”, o para invocar a una deidad en el ejercicio de su función pública, cruza una peligrosa línea roja. Esta acción no solo es una falta de respeto al orden constitucional, sino que implica un peligroso intento de imponer una “moral” sesgada y tendenciosa a un colectivo diverso.

El Congreso es para Legislar, el trabajo de un representante es crear marcos jurídicos, aprobar presupuestos, fiscalizar al Ejecutivo y representar a sus electores. Estas tareas exigen rigor técnico, conocimiento de la realidad social y compromiso con la justicia terrenal.

La religión es del ámbito privado, la fe es un derecho humano inalienable y una fuente de consuelo y “guía moral” para millones de mexicanos, aunque su ética sea dudosa. Su lugar legítimo y natural está en el hogar, en la conciencia individual y en los templos. Es allí donde su práctica y difusión son libres y respetadas.

México es un mosaico de creencias, y también de personas sin ninguna afiliación religiosa. Permitir que la religión impregne el debate legislativo socava el principio de inclusión y pone en desventaja a aquellos que no comparten la fe dominante. Las decisiones de Estado, como el matrimonio, la salud pública o la educación, deben ser seculares para ser verdaderamente universales.

La obligación de nuestros senadores y diputados muy grande, no solo deben cumplir con la ley, sino también ser ejemplo de su respeto. La laicidad no es una opción; es un mandato constitucional y una premisa democrática innegociable. Y si a eso vamos, recordemos que la religión no es democracia, es imposición. Seamos honestos y francos, la libertad religiosa y de expresión tienen límites, y se tienen que limitar en ese sitio, pues no es lugar para eso.  

El mensaje debe ser claro y contundente, los legisladores son representantes del pueblo, no pastores ni sacerdotes. Dejemos que la ley hable con la voz de la razón; y que la fe “ilumine”, si así lo deciden, la vida privada de cada ciudadano, fuera del Congreso de la Unión. El futuro de la legislación mexicana depende de que mantengamos, inquebrantable, esta fundamental separación.

Nadie tiene porque respetar tus creencias si haces mal uso de ellas.

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