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08 octubre 2025

Lo correcto es protestar contra el genocidio en Palestina


En un mundo conectado por los medios de comunicación y las cadenas de suministro globales, los conflictos lejanos ya no son solo "problemas de otros".

El conflicto en Gaza, calificado tanto por expertos y especialistas como un genocidio contra el pueblo palestino, ha desatado olas de protestas en todo el planeta. Desde protestas masivas en ciudades como Nueva York, Londres y Sídney, hasta manifestaciones de universitarios en Europa y América Latina. Cientos de miles de personas han salido a las calles para exigir un alto al fuego y el fin de las hostilidades.

Pero, ¿por qué alguien en México, España o Argentina debería unirse a estas protestas si “no tiene lazos directos” con Palestina? La respuesta radica en principios universales de humanidad, justicia y prevención de atrocidades que trascienden fronteras. Por si fuese poco, recordemos que en Nuevo León, desde hace más de 40 años, tenemos una gran comunidad de familias descendientes de palestinos.

A pesar de las controversias y las “críticas” de “influencers” que tachan estas acciones de sesgadas o incluso antisemitas, protestar no solo es un derecho, sino una obligación moral en un sistema global y democrático.

Los derechos humanos no conocen límites geográficos, la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio de la ONU, adoptada en 1948, establece que actos como el asesinato masivo, la destrucción de infraestructuras vitales y el bloqueo de ayuda humanitaria constituyen crímenes que la comunidad internacional debe condenar, prevenir y castigar.

En Gaza, muchos informes de distintas organizaciones, como Amnistía Internacional, han documentado cómo el ejército de Israel ha cometido genocidio, con evidencias de bombardeos indiscriminados que han destruido universidades, hospitales y hogares enteros. El Relator Especial de la ONU ha advertido sobre violaciones sistemáticas de los derechos humanos en el territorio palestino ocupado, incluyendo el riesgo de genocidio, y ha llamado a la acción global para protestar por estas atrocidades.

El conflicto en Palestina tiene repercusiones geopolíticas y económicas que afectan a todos. La región del Medio Oriente es un nudo crítico en el comercio global de energía, y las tensiones allí impactan en los precios del petróleo, la inflación y la estabilidad económica mundial.

Más allá de lo material, el genocidio en Gaza expone las hipocresías del orden internacional. Los gobiernos occidentales que condenan violaciones en otros contextos permanecen en silencio o apoyan a Israel con armas y fondos, lo que erosiona la credibilidad de instituciones como la ONU y la Corte Internacional de Justicia.

Las protestas globales, como las que han reunido a miles de personas exigiendo ayuda humanitaria, no solo presionan a gobiernos para cambiar políticas, sino que también fomentan un movimiento masivo contra la impunidad. Aunque algunos argumentan que las manifestaciones no cambian nada o que distraen de problemas locales, la historia demuestra lo contrario, por ejemplo, las protestas contra el apartheid en Sudáfrica o la guerra de Vietnam.

Pero hay una dimensión moral y ética muy especial en este tema. En un era de redes sociales, ignorar el sufrimiento ajeno es una elección activa. Las protestas estudiantiles que se han expandido globalmente, no solo condenan la destrucción de la infraestructura educativa en Gaza, sino que también desafían narrativas que reducen el conflicto a un "asunto regional".

Seamos honestos, la mayoría de los manifestantes distinguen perfectamente entre criticar políticas gubernamentales y atacar a un pueblo entero. Protestar es una forma de solidaridad que trasciende identidades. El movimiento global contra el genocidio nos ha enseñado a combatir la desinformación y las narrativas dañinas, pues es una responsabilidad colectiva. En palabras de expertos de la ONU, habilitar defensores de derechos humanos y protestas pacíficas es esencial para prevenir crímenes como el genocidio o el apartheid.

No protestar equivale a normalizar la violencia. Dos años de bombardeos en Gaza han generado una indignación global que trasciende fronteras, con acusaciones de genocidio rechazadas por Israel pero respaldadas por evidencias acumuladas.

Como ciudadanos del mundo, nuestra apatía permite que se repitan ciclos de opresión. Unirse a las protestas, incluso desde lejos, no solo honra a las víctimas, sino que construye un futuro donde la justicia sea verdaderamente universal. Es hora de actuar.

El silencio no es neutralidad, es complicidad.

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04 octubre 2025

La tiranía de los incultos


Estamos siendo testigos de una de las paradojas más peligrosas de estos tiempos: El empoderamiento de los incultos. Cuando la incompetencia intelectual se vuelve el dogma sagrado a seguir y amenaza la libertad y la democracia mundial.

Las redes sociales, concebidas como plataformas para democratizar la información y el debate, se han convertido en un megáfono desproporcionado para una minoría ruidosa, autoproclamada como experta, que se parapeta tras una ignorancia militante. El problema no es la existencia de personas con creencias irracionales, siempre han existido.

La crisis actual radica en que estos grupos, que engloban desde los antivacunas que desprecian la ciencia médica, los terraplanistas que niegan siglos de física y astronomía, los anti-cambio climático que niegan cientos de estudios científicos verificados, pasando por conservadores de ultraderecha y racistas que buscan revivir dogmas excluyentes, y los fanáticos religiosos que desean imponer sus creencias por encima de los derechos humanos, han logrado alcanzar una visibilidad e influencia desmedida. Pero su incompetencia intelectual, lejos de ser un obstáculo, se ha transformado en su principal arma política.

El fenómeno del inculto empoderado se basa en una soberbia desmedida sustentada en una confianza desproporcionada en sus propias capacidades a pesar de su escaso conocimiento, conocido en psicología como el efecto Dunning-Kruger. Cuando estas personas se lanzan a las redes, su objetivo no es debatir o aprender, es imponer su ideología y destruir el consenso basado en hechos.

Se niegan a aceptar la evidencia científica, el rigor académico o la experiencia profesional, tildando a los auténticos expertos de "élites" o "conspiraciones". Para ellos, la opinión de un “influencer” en un video de YouTube tiene el mismo peso que décadas de investigación.

Grupos radicales como los “pro-vida” no solo expresan una evidente postura de doble “moral”, sino que buscan activamente coartar los derechos reproductivos y la autonomía corporal de millones de mujeres; para colmo, la mayoría de esos “pro-vida” son pro-armas de fuego porque les gusta el poder matar a otros seres vivos.

Los racistas y ultraconservadores, por su parte, promueven narrativas que socavan los derechos de las minorías, la igualdad de género y la libertad de expresión. Hoy Estados Unidos, Rusia e Israel son claros ejemplos de esta hipocresía ideológica. 

Todos ellos utilizan la libertad que ofrece la democracia y el entorno digital para promover ideologías que, de triunfar, la anularían, imponiendo un modelo de vida restrictivo, homogéneo y basado en la intolerancia. Incluso hay grupos de “abogados religiosos” que se encargan de hostigar a otros si sus creencias son contrariadas por obras de arte, algo que va en contra de las libertades y derechos humanos, pues las personas merecen respeto, pero las creencias no, pues no se puede ofender lo que no existe, y sus creencias sólo son cosas imaginarias. 

La repercusión de esta militancia en línea ya ha trascendido lo virtual. Hemos visto cómo la desinformación antivacunas ha puesto en riesgo la salud pública global, cómo las teorías conspirativas han polarizado elecciones y cómo la retórica de odio ha envalentonado a grupos extremistas radicales. Incluso hemos visto como subnormales festejan y celebran masacres cometidas por dictadores contra personas que luchaban por los derechos y libertades.

Las redes actúan como una caja de resonancia que amplifica el mensaje más emocional, simple y polarizador, a veces superando la difusión del mensaje integral y verificado. Este ecosistema de los necios incultos premia la certidumbre dogmática, y ataca a la duda razonable, alimentando una cultura donde el fanatismo se confunde con la “firmeza de principios”, como los “pro-familia tradicional” que todo su discurso lo basan en charlatanería contraria a la realidad verificable y a los derechos humanos.

Es crucial que la sociedad, las instituciones educativas y los medios de comunicación tomen una postura firme. No se trata de censurar la opinión de los ignorantes y charlatanes, sino de ponerlos en su lugar y defender la verdad basada en hechos verificables, defender la razón y los derechos humanos frente a una ola de ideologías que quieren confundir la fe ciega con el conocimiento, y que buscan activamente desmantelar las bases de una sociedad plural, laica y libre.

La democracia y el progreso social dependen de la capacidad de sus ciudadanos para distinguir entre un hecho verificado y una posverdad bien mercadeada. Es responsabilidad de los periodistas y de todos los comunicadores dejar de permitir que esa charlatanería siga avanzando en los medios de comunicación, porque terminará infectando las políticas y leyes del mundo.

Es hora de dejar de tolerar la tiranía de la ignorancia.

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